viernes, octubre 16, 2015

Locos por las compras en el Primark

Decimos habitualmente que vivimos en la sociedad del consumo. A veces resulta difícil definir este concepto de una manera comprensible, pero otras su significado es tan obvio, e irracional, que llega a asustar. El último de estos ejemplos se vivió ayer en Madrid, en la inauguración de la tienda de ropa Primark en la Gran Vía, un establecimiento de moda de bajos precios que ha remodelado la mitad del edificio de PRISA y lo ha convertido en un centro comercial de marca única de varias plantas lleno de confecciones variadas. Miles de personas colapsaron aceras y carriles de la calles a las 11 de la mañana, en una escena surrealista y que da mucho que pensar.

Y es que lo primero que a uno se le viene a la cabeza es qué hacía tanta gente allí a una hora laborable, entre semana, en la que se supone se tiene que estar trabajando. Quizás muchos fueran turistas, curiosos, empleados en la zona que hicieron una escapadita para ver el nuevo vecino, o desempleados que tienen mucho tiempo libre y quisieron apuntarse al espectáculo, o gente que trabaja por la tarde, libra por la mañana, o algunos amantes de emociones fuertes, hartos ya de tirarse por puentes y barrancos. No lo se. Lo cierto es que las fotos y crónicas muestran una marabunta que atesta la zona. Más allá de saber cómo llegaron a juntarse allí, lo más interesante es el por qué, qué motiva a una persona, a cientos, a miles, a acudir en masa a la inauguración de una tienda de ropa. Es algo que no tiene sentido. De manera periódica vemos sucesos similares, en los que la inauguración de centros comerciales o de establecimientos de marcas globales suponen espectáculos en sí mismos en los que miles de personas contribuyen a hacer aún más grande, valiosa y rentable esa marca, provocándose en algunos casos avalanchas, altercados, incluso heridos y fallecidos, como creo recordar sucedió con un establecimiento de IKEA de Oriente Medio. La apertura de las tiendas de Apple se ha convertido en otro de esos eventos globales de impacto local. Se anuncian con muchísimo tiempo, para que los fanáticos se organicen, y en torno a ellas se monta una campaña de promoción, tanto en el mundo real como, sobre todo, en el virtual, que logra que no sean pocas las personas que hacen cola y permanecen a las puertas de la nueva tienda varios días antes de que abra sus puertas con el mero objetivo de ser los primeros en entrar, de conseguir una foto en la que cruzan la puerta con una cara de felicidad similar a la que tenían los peregrinos medievales cuando, al franquear el pórtico de Mateo, vislumbraban el templo de Santiago. Las marcas han logrado ese mismo objetivo, el convertirse en objetos emocionales, en lograr despertar los instintos de la persona para que éste las vea no sólo como objetos útiles, sino sobre todo como objetos referenciales, de distinción, de fuente de alegría. No tengo ninguna duda, aunque no soy capaz de entenderlo, que las miles de personas que entraron ayer en tromba en el PRIMARK fueron muy felices, sumamente felices, al hacerlo. Quizás fue la experiencia más feliz de su día, y seguro que no sólo así lo experimentaron, sino que de esa manera se lo contaron a los suyos, y esta pasada noche se han ido a dormir contentos y felices con esa sensación de sentirse realizados tras su paso por la “nueva tienda”. No tan felices como los dueños de la misma, que habrán hecho una muy buena caja y han visto compensada toda su campaña de publicidad con el éxito mediático, pero sí que habrán dormido satisfechos gracias a la “nueva tienda”.

En un mundo en el que los referentes morales están aparentemente escondidos, en el que la religión cada vez pesa menos y en el que las relaciones personales tienden a diluirse, las marcas y fabricantes están logrando ocupar el nicho del corazón que antes estaba tomado por esos otros sentimientos y experiencias íntimas. Smartphones, ropa, complementos, muebles, coches… miles de objetos inanimados, se convierten cada vez más en nuestros compañeros, amigos, amantes inseparables, fuentes de la felicidad. Y no nos despegamos nunca de ellos, y les rendimos tributo y pleitesía de una manera compulsiva, irracional, cargada de fe. Y la cuenta de resultados de sus fabricantes no deja de crecer, a la par de mi asombro y sensación de que cada vez entiendo menos del mundo en el que vivo.

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