Ha
publicado el Papa Francisco una carta en la que trata de poner un parche a la
herida provocada por los últimos casos de abusos sexuales destapados en el
seno de la iglesia católica, en este caso en el estado norteamericano de
Pensilvania. La fiscalía local hizo público un informe en el que detalla las
prácticas continuadas, a lo largo de décadas, de decenas, cientos de
sacerdotes, que abusaron sexualmente de críos en las parroquias o colegios en
los que trabajaban. Muchos de esos casos ya están prescritos legalmente, pero
no moral ni sentimentalmente en el corazón de las víctimas, que nunca fueron
tratadas como tales. El daño que se les provocó ya nadie va a ser capaz de
repararlo.
¿Es
la iglesia culpable de estos abusos? En gran parte, sí. ¿Lo es la religión? No,
porque si así fuera sólo habría casos de este tipo asociados a religiosos, y no
es lo que vemos en la realidad. ¿Solucionaría algo eliminar el celibato, como
muchas voces sugieren? Lo dudo. Soy partidario de eliminarlo, de hacerlo
voluntario, porque no le veo un sentido religioso a esa renuncia, pero
nuevamente, los casos de abusos se dan entre depravados célibes y no, por lo
que sospecho que no tardaríamos demasiado en ver las primeras acusaciones a
sacerdotes casados por la presunta comisión de esos delitos. No, el problema de
los abusos sexuales es bastante más profundo y retorcido, y difícil por tanto
de erradicar. Hay mentes depravadas, enfermas, en el sentido clínico o
figurado, que abusan y violan a menores porque disfrutan con ello, aunque eso
sea algo que nos parezca inconcebible. Vemos cada día detenciones de pedófilos
que comparten archivos informáticos con otros sujetos, y los perfiles sociales
y vitales de todos ellos son de lo más heterogéneo. Los hay casados y solteros,
pudientes y míseros, introvertidos o socialmente exitosos, no hay patrón. El
mundo del espectáculo, el de los entrenadores deportivos, el de la educación
reglada, ofrecen de cuando en cuando casos a cada cual más aberrante en los que
un sujeto ha causado daños incalculables a niños y niñas abusando de ellos. ¿Por
qué? No lo se, no soy capaz de encontrar respuesta a esa pregunta, pero sí
observo que hay dos cosas que se repiten una y otra vez en cada uno de esos
casos. Una es el poder, la autoridad que el mayor tiene sobre el niño, bien por
su cargo o relación con él. El maestro, el entrenador, el cura, el responsable
de la tienda, lo que sea, posee una autoridad que el niño reconoce, y tiende a
obedecer. Esa autoridad hace que acepte comportamientos que pueden resultarle extraños,
pero no malos por definición, dado que vienen de alguien que en otras ocasiones
pasadas le ha ayudado y aconsejado. Ese poder por parte del adulto abre las
puertas al mal. La otra característica suele ser la sensación de impunidad que asiste
al delincuente, al abusador. Se sabe protegido por un sistema, estructura o
entidad social que va a hacer caso a su palabra si hay denuncias, que lo va a
amparar y resguardar de acusaciones, y que hará todo lo posible para protegerle
en busca de protegerse a sí mismo, tratando de salvar el nombre de la institución.
Cuando el abusador sabe que lo peor que le puede ocurrir es que le manden a
otro lugar, pero manteniendo cargos, sueldos y prebendas, ¿cuáles son los
frenos efectivos para que no lleve a cabo sus depravadas conductas? Todo queda
en manos de su deseo e integridad personal que, obviamente, es lo más cercano a
menos infinito que nos podamos imaginar.
Por
ello, si el comportamiento de los individuos a veces es imposible de prever,
las organizaciones sí deben tener claro que deben perseguir estos delitos hasta
su exterminio, y nunca, nunca, ampararlos, ocultarlos, disimularlos o negarlos.
Este es el error, el gravísimo error, delictivo, que se le puede achacar a la
iglesia católica, o a la federación norteamericana de gimnasia, o a la academia
de cine de Hollywood, o a tantas y tantas instituciones que, conociendo que en
su seno habitan depredadores, nada han hecho para extirparlos. Y de mientras
estas instituciones no cambien de conducta, o la ley no les obligue, no habrá
nada que hacer no para acabar del todo con este mal, que me parece imposible, pero
sí para limitarlo al máximo.
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