jueves, agosto 23, 2018

Ventanas y vidas abiertas


Sigue haciendo calor en Madrid, superamos sin dificultad los treinta grados todas las tardes y, pese a que los días acortan con velocidad, la noche no permite aún refrescar las casas como es debido. Por eso, cuando se mete el sol, es instintivo el acto de levantar las persianas y dejar todas las ventanas abiertas de par en par, para que se ventile algo la vivienda, aunque en noches como las últimas no corra brisa y tengas la sensación de que ese refresco que buscas se obtiene por agotamiento del aire exterior, que se deja caer tras el calor, pero sin que haya nada más que lo sostenga. Haces la vida nocturna hasta que vas a la cama con toda tu casa expuesta al exterior.

En mi barrio los bloques están separados por zonas de jardín, que viven del riego natural de la lluvia, que estaban verdes hasta bien entrado el lluvioso mes de junio y ahora lucen yermas y desangeladas. En ellas varios árboles proporciona sombra y fronda, y por ello cada bloque no está pegado uno al otro, habrá unos veinte metros, así a ojo, entre ellos, pero nos vemos. Y cuando llega la anoche no queda más remedio que vernos. Todos los que pasamos agosto aquí, que no somos tan pocos, comenzamos el espectáculo de vivir de cara al exterior, de mostrar nuestras intimidades y vida personal en unas “jornadas de ventanas abiertas” que nada ocultan. Igual que ellos me ven a mi, yo veo sin hacer esfuerzo a cinco o seis pisos que cada noche se exhiben y mantienen sus propios ritos. Son viviendas iguales a la mía, pequeñas, modestas, en las que el salón es la gran pieza de la casa (el resto parecen de juguete) y es allí donde se desarrolla toda la existencia, donde la gente cena, charla, ve la tele, disfruta de ocio, se reúne y encuentra. Cada uno mantiene rutinas propias que parece desarrollar todas las noches, con horarios de cena y comportamientos clavados. Se asiste a un despliegue de lo que supongo serán platos, dado que se ve a personas sentadas en torno a una mesa. En una de las viviendas la cena es así, seria, como una comida de mediodía, nada frugal, sino reposada y con su ceremonial. En otra no, es la televisión la reina de la noche y su trino, no Mozartiano, llena sin duda el salón en el que se juntan al menos tres chicas, que esporádicamente se asoman a la ventana para fumar pero que parecen residir en el sofá que mira hacia la pantalla. ¿Cuántas plataformas tendrán contratadas? ¿Cuántas series serán capaces de ver a lo largo de este mes de agosto? En uno de los bajos de enfrente reside un señor sólo, como yo, que tiene varias pantallas de ordenador unidas, como si fuera el típico puesto de un bróker financiero, y que fuma algo y plancha muchas camisas, lo que quizás sea síntoma de que, en efecto, se dedica al mundo de las finanzas, o no. En otro de los pisos reside una señora mayor, junto con una pareja, siendo quizás la madre de uno de ellos. Esa señora mira mucho por la ventana, su piso da hacia Madrid, por así decirlo (resido en la zona este de la ciudad) y siempre se oye alguna de las llamadas que hacen los miembros de la pareja para que se separe de la ventana, desde la que contempla pasar la vida sentada en una silla o taburete, para que vaya a cenar. Casi todos los hombres de estos pisos llevan poca ropa de noche, un bañador y poco más, muy pocos camisetas. Ellas llevan camisetas o vestidos de verano, de esos que parecen cómodos y muy frescos, y es imposible captar conversaciones, salvo que se grite, cosa que a veces pasa, por lo que uno contempla el espectáculo como si de una película muda se tratase. Ve escenas pero no oye voces, de conversaciones que sí que existen, que se suponen, sin que haya subtítulos ni carteles que expliquen la escena que se desarrolla. La privacidad de lo que allí sucede se mantiene, la exhibición pública de los hechos no logra romper toda la carga de secretismo que se asocia a la vida interior de cada uno de los protagonistas.

Más allá de un recuerdo a “la ventana indiscreta”, tuve una sensación similar las dos veces que he visitado París, y no por las vistas desde mi hotel, sino por el trayecto en metro. Camino a casa la línea que usaba era elevada, no muy rápida y discurría entre avenidas a una altura del segundo o tercero, y en el viaje y paradas podías ver salones y habitaciones de los residentes en esa calle, y te asomabas a su intimidad, su decoración y enseres, con una facilidad pasmosa. Ahora, aquí, en agosto, la sensación es muy distinta, es mucho más larga y densa, y sobre todo, silenciosa, sin prisa. Por momentos las fachadas de enfrente se asemejan a un cuadro de museo, en el que el artista retratase vidas compartidas separadas por tabiques y pisos, y en cada una de las facetas en las que se dividiera la obra nos mostrase escenas de hogar, obligando a preguntarnos quiénes son los que allí figuran, cómo son sus vidas.

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