La
inmigración es uno de esos problemas de largo recorrido al que los europeos
hacemos frente desde hace tiempo y que no va a dejar de ir a más con los años.
La espectacular diferencia de renta entre nuestras naciones y las de los países
pobres, su demografía desatada frente a la nuestra, anquilosada, y la violencia
que se vive en ciertos países, van a actuar como “efecto llamada” durante
décadas sin que podamos hacer casi nada para frenar esas causas profundas. Peo
para Europa la inmigración también puede ser una oportunidad, y depende cómo la
gestionemos nos podemos ver todos beneficiados. Eso sí, se requiere paciencia y
cabeza.
Poco
de ambas cosas existe en la política continental sobre el tema en este momento.
Dominan dos discursos polarizados y falsos. Uno es del buenismo, el de la
capacidad de acogida solidaria e ilimitada, que no tiene sentido si nos ponemos
a mirar las cifras no de los inmigrantes que llegan realmente, sino de los que
lo desean hacer. En el polo contrario, está el discurso de la cerrazón, que
antaño era minoritario pero que ahora ha cogido nuevos bríos gracias a partidos
ultra llegados al poder, especialmente en el grupo de Visegrado e Italia. Esa corriente
defiende el cierre completo de las fronteras, almenar el fortín europeo y, si
se puede, expulsar a los que no sean de “aquí” sea ese aquí lo que a cada
político le convenga. Estos discursos se enfrentan en público de manera
agresiva y se acusan mutuamente de todo lo posible. Y cuando aparece un tibio o
mediano entre ambos es atacado sin saña por los dos extremos. Bien, pues yo soy
uno de los tímidos, que observa el problema de la inmigración sin verle
soluciones sencillas ni, desde luego, inmediatas, pero que ve que, en la
práctica, supone una oportunidad económica y social para ambas partes si se
hace bien. La principal puerta de entrada de inmigrantes ilegales en España no
son las
costas de Andalucía, las más mediáticas y las que ofrecen la cara más cruel (y
geoestratégica) del problema, sino el aeropuerto de Barajas. Millones son
los inmigrantes latinoamericanos que han llegado hasta nosotros por esa vía,
como turistas, y que luego se han quedado, y hoy en día muchísimos de ellos
desarrollan una actividad profesional en España, regulada o no, y crean riqueza
aquí o allí. El sector asistencial en España sería inimaginable sin ellos o,
para ser justos, sin ellas. ¿Es esto una excusa para promover la barra libre de
inmigrantes? No, porque eso no sería soportado por ninguna sociedad y menos por
las temerosas europeas, pero sí una llamada no tanto a acoger a los inmigrantes
sino a tratarlos como a nacionales, a darles los mismos derechos y obligaciones,
a hacer que trabajen, coticen y paguen impuestos. Las perspectivas demográficas
de España son aterradoras, lo de la España vacía no es un mito sino una cruel
realidad que despuebla nuestro país, y este flujo de inmigrantes no va a
solucionar ese problema pero sí puede paliarlo. A mi sinceramente me preocupa
poco si en el piso de al lado reside alguien de color distinto, lengua extranjera
o raras costumbres, me da bastante igual. Lo que quiero es que desarrolles
actividades legales, que trabaje, pague impuestos y desarrolle su vida y la de
los suyos. Ese fue, durante años, el espíritu que animó a los EEUU a la hora de
acoger a los miles que llegaban a sus tierras, uno de ellos el abuelo, alemán,
de Donald Trump. No les daba casi nada, pero les dejaba hacer lo que quisieran,
y les aplicaba la ley con la misma dureza con la que lo hacía con los demás.
Era justo en ese sentido, y por eso se convirtió en un país de acogida y
oportunidades. Su sociedad es fruto de un mestizaje que, aunque mantiene
enormes desigualdades raciales, es un ejemplo no ya de cómo integrar sino de
las posibilidades que la inmigración ofrece.
En
el caso europeo todo es mucho más difícil, dado que somos países
individualizados, con opiniones públicas que votan cada una en su momento y con
distintas sensibilidades y miedos. Vimos como normal, como obvio, que durante
lo peor de la crisis española muchos de los nuestros se largasen a otros países
para buscar las oportunidades que aquí no encontraban. No debemos ver, por
tanto, como extraño, que gente de terceros países haga lo mismo poniendo sus
ojos en el nuestro, que es mucho mucho más rico que su nación de origen. Hay
que tener la cabeza fría, pensar a largo plazo, de manera coordinada, sensata,
y sin demagogias baratas de ningún sentido que, quizás, consigan muchos votos,
no lo niego, pero no arreglan el problema de fondo. Aunque quizás lo que
importe sean los votos, no el problema.
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