Poco
puedo añadir, la verdad, a lo mucho, bueno y merecido que se ha publicado tras
la muerte de Monserrat Caballé. Me pilla además en un tema en particular,
la ópera, del que no soy ningún experto. No se si calificarme a mi mismo como
melómano, quizás lo sea, pero en esto del arte y sus infinitudes pasa como, por
ejemplo, en medicina. Uno puede ser médico, posee una especialidad y tiene
nociones del resto, pero mejor que acuda al especialista de lo que sea cuando
los problemas son graves. La ópera es todo un mundo dentro del universo
musical, y ahí sólo soy un mero aficionado del montón. Caballé me sonaba
prodigiosa, pero no pudo yo darles detalles precisos sobre la coloratura y
otras características de su voz.
Su
muerte ha sido portada en todos los medios nacionales e internacionales, porque
sin duda era Caballé la soprano viva más importante, el mito de una época que
se apaga, que muta en nuevas figuras, pero que no son tan conocidas ni
universales como las pasadas. Caballé reinó en el mundo operístico y su trono,
vacante, se halla disperso entre varias figuras sin que ninguna alcance su
nivel ni popularidad. Retirada de los escenarios desde hace algunos años, las
últimas veces por las que fue noticia se debió a motivos extralaborales,
principalmente por sus pleitos con hacienda, en un asunto menor que a algunos
les hirió en exceso, y que Monserrat debió vigilar más para que no empañase su
figura. Su aparición en el horrendo anuncio de loterías de hace unos años
supuso un ridículo nacional, no sólo para ella, que suscitó comentarios de todo
tipo, pero eso no son sino meras anécdotas que en los tiempos virales actuales
se destacan en exceso. No, Caballé fue mucho más, infinitamente más que eso. No
hubo teatro o coliseo de ópera del mundo que no se la disputase y que no se
rindiera ante su voz, que no la bañara en infinitos aplausos y que no la
elevara a diva, palabra que a ella no le gustaba, y que rechazaba encarnar. El éxito
de Caballé a lo largo de décadas de prodigiosa carrera logró aunar a crítica y
público como pocos lo han conseguido, quizá Plácido Domingo sea el ejemplo simétrico
en el caso de los tenores. Y como antes señalaba, el comportamiento natural del
que hacía gala, muy alejado de la imagen de estrella que genios anteriores como
Callas o Tebaldi cultivaron hasta el absurdo, la acercó mucho más al público y
la sociedad. Era Caballé una cantante de pueblo, una imagen natural del artista
que se entrega a su público pero que no vive en pedestal alguno. De orígenes
humildes, contó varias veces que se dedicó a cantar para no pasar hambre,
argumento que fue el tótem de la generación de los españoles de la postguerra,
donde sobrevivir y acallar el ruido de las tripas era el principal objetivo
diario. Esa naturalidad nunca le abandonó, siempre tuvo claro de dónde había
salido, lo que le había costado llegar hasta arriba, lo mucho que había
trabajado y, también, cómo le sonrió la suerte cuando la necesitó, empezando
por su debut internacional. Por ello era Caballé una mujer agradecida, que a todo
el mundo le trataba con una sonrisa, que no echaba broncas, que se entregaba en
los espectáculos más rimbombantes del mundo y en las galas de poca monta, que
acudía a conciertos y los daba con la naturalidad de sentirse en casa y entre
los suyos, rodeada de música. Los testimonios de todos los que han colaborado con
ella coinciden en esa bondad, esa personalidad abierta, extrovertida, simpática
y amable. Y eso la hacía mucho más querida. Hoy en día la imagen del cantante
lo es casi todo, y Caballé poseía una estética que, a buen seguro, le hubiera
impedido ser contratada en muchos escenarios, donde prima la belleza y el tipo
frente a la calidad y el conocimiento. Estaba gorda, sí, lo sabía y se reía de
ello. ¿Hubiera triunfado Caballé en la dictadura actual de Instagram? Lo dudo,
y eso que nos habríamos perdido.
Su
amor profundo por la música no le hacía distinguir entre géneros y estilos,
sino entre calidad y gusto. Lo que era bueno y le gustaba, lo cantaba y apoyaba,
fuera ópera, rock o lo que sea. Esa transgresión fue criticada por algunos,
pero sus voces se apagaban cuando Montserrat comenzaba a cantar, y con su tono
a todos llenaba de silencio y música. Su relación artística con Freddy Mercury
quedará para la historia como la de la conjunción, maravillosa, de dos genios
muy distintos, en procedencia, estilo y gusto, pero unidos por el amor a la música,
que para ellos lo era todo. La voz de Montserrat ya es historia de la música,
nos quedan sus grabaciones, y el recuerdo de su risa, contagiosa y sincera. Nos
dio luz musical y, escuchándoles, nos conmovió y nos hizo ser mejores. Cuántas gracias
debemos darle por ello.
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