lunes, octubre 08, 2018

Montserrat Caballé, la más grande


Poco puedo añadir, la verdad, a lo mucho, bueno y merecido que se ha publicado tras la muerte de Monserrat Caballé. Me pilla además en un tema en particular, la ópera, del que no soy ningún experto. No se si calificarme a mi mismo como melómano, quizás lo sea, pero en esto del arte y sus infinitudes pasa como, por ejemplo, en medicina. Uno puede ser médico, posee una especialidad y tiene nociones del resto, pero mejor que acuda al especialista de lo que sea cuando los problemas son graves. La ópera es todo un mundo dentro del universo musical, y ahí sólo soy un mero aficionado del montón. Caballé me sonaba prodigiosa, pero no pudo yo darles detalles precisos sobre la coloratura y otras características de su voz.

Su muerte ha sido portada en todos los medios nacionales e internacionales, porque sin duda era Caballé la soprano viva más importante, el mito de una época que se apaga, que muta en nuevas figuras, pero que no son tan conocidas ni universales como las pasadas. Caballé reinó en el mundo operístico y su trono, vacante, se halla disperso entre varias figuras sin que ninguna alcance su nivel ni popularidad. Retirada de los escenarios desde hace algunos años, las últimas veces por las que fue noticia se debió a motivos extralaborales, principalmente por sus pleitos con hacienda, en un asunto menor que a algunos les hirió en exceso, y que Monserrat debió vigilar más para que no empañase su figura. Su aparición en el horrendo anuncio de loterías de hace unos años supuso un ridículo nacional, no sólo para ella, que suscitó comentarios de todo tipo, pero eso no son sino meras anécdotas que en los tiempos virales actuales se destacan en exceso. No, Caballé fue mucho más, infinitamente más que eso. No hubo teatro o coliseo de ópera del mundo que no se la disputase y que no se rindiera ante su voz, que no la bañara en infinitos aplausos y que no la elevara a diva, palabra que a ella no le gustaba, y que rechazaba encarnar. El éxito de Caballé a lo largo de décadas de prodigiosa carrera logró aunar a crítica y público como pocos lo han conseguido, quizá Plácido Domingo sea el ejemplo simétrico en el caso de los tenores. Y como antes señalaba, el comportamiento natural del que hacía gala, muy alejado de la imagen de estrella que genios anteriores como Callas o Tebaldi cultivaron hasta el absurdo, la acercó mucho más al público y la sociedad. Era Caballé una cantante de pueblo, una imagen natural del artista que se entrega a su público pero que no vive en pedestal alguno. De orígenes humildes, contó varias veces que se dedicó a cantar para no pasar hambre, argumento que fue el tótem de la generación de los españoles de la postguerra, donde sobrevivir y acallar el ruido de las tripas era el principal objetivo diario. Esa naturalidad nunca le abandonó, siempre tuvo claro de dónde había salido, lo que le había costado llegar hasta arriba, lo mucho que había trabajado y, también, cómo le sonrió la suerte cuando la necesitó, empezando por su debut internacional. Por ello era Caballé una mujer agradecida, que a todo el mundo le trataba con una sonrisa, que no echaba broncas, que se entregaba en los espectáculos más rimbombantes del mundo y en las galas de poca monta, que acudía a conciertos y los daba con la naturalidad de sentirse en casa y entre los suyos, rodeada de música. Los testimonios de todos los que han colaborado con ella coinciden en esa bondad, esa personalidad abierta, extrovertida, simpática y amable. Y eso la hacía mucho más querida. Hoy en día la imagen del cantante lo es casi todo, y Caballé poseía una estética que, a buen seguro, le hubiera impedido ser contratada en muchos escenarios, donde prima la belleza y el tipo frente a la calidad y el conocimiento. Estaba gorda, sí, lo sabía y se reía de ello. ¿Hubiera triunfado Caballé en la dictadura actual de Instagram? Lo dudo, y eso que nos habríamos perdido.

Su amor profundo por la música no le hacía distinguir entre géneros y estilos, sino entre calidad y gusto. Lo que era bueno y le gustaba, lo cantaba y apoyaba, fuera ópera, rock o lo que sea. Esa transgresión fue criticada por algunos, pero sus voces se apagaban cuando Montserrat comenzaba a cantar, y con su tono a todos llenaba de silencio y música. Su relación artística con Freddy Mercury quedará para la historia como la de la conjunción, maravillosa, de dos genios muy distintos, en procedencia, estilo y gusto, pero unidos por el amor a la música, que para ellos lo era todo. La voz de Montserrat ya es historia de la música, nos quedan sus grabaciones, y el recuerdo de su risa, contagiosa y sincera. Nos dio luz musical y, escuchándoles, nos conmovió y nos hizo ser mejores. Cuántas gracias debemos darle por ello.

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