A estas horas un crío de 23 años permanece ingresado en un hospital de Bilbao, donde intentan salvar su vida tras la brutal paliza que un grupo de chavales, menores y mayores de edad, le propinaron hace unos días en un parque de Amorebieta, localidad de unos 20.000 habitantes sita a 20 kilómetros de Bilbao. El agredido residía en Lemona, pueblo vecino, bastante más pequeño, y sus agresores actuaron con saña y violencia desatada, sin importarles lo más mínimo las futuras lesiones que le pudieran provocar o, directamente, si saldría con vida de allí. Fue un linchamiento en toda regla, una salvajada propia de mafiosos, de delincuentes, de sujetos sin escrúpulos. Y todo en el oasis de la seguridad vasca.
Las películas del oeste, que tanto entretienen, muestran un mundo rudo y salvaje, en el que la fuerza es la que impone la norma. Se pueden ver como un ejercicio de entretenimiento y aventura, pero también esconden una metáfora sobre la construcción de la sociedad y la domesticación de la violencia. En esas historias todo el mundo va armado, y el que más rápido dispara se sale con la suya, lleve o no puesta una estrella que le identifique como la autoridad. Esa marca, la de la autoridad, apenas quiere decir nada en poblados donde las armas abundan y la ley no existe. Mujeres, niños y hombres no muy fuertes no son más que rehenes de los que portan las pistolas, y sus vidas dependen de lo que los fuertes quieran hacer, de sus caprichos, de cómo se levanten por la mañana. La introducción de la ley en esos territorios es un subgénero en sí mismo y lleva a lo que se llama el western crepuscular, propio de las décadas de los sesenta y setenta, en los que el pistolero empieza a ser arrinconado por las fuerzas del orden, que empiezan a civilizar el territorio. El ferrocarril, la prensa, los negocios, emigrantes y demás figuras que asociamos a la sociedad plural empiezan a aterrizar en el salvaje oeste y, junto a ellos, las fuerzas del orden, que buscan imponerlo y someter a los forajidos y a todos aquellos que se ofrecen como arma de fuego disponible para ejecutar la voluntad de unos pocos. El agente del orden está, muchas veces, sólo ante el peligro, que es mucho más que el título de una gran película. Es la descripción de la época en la que la ley no se impone, no genera consecuencias, no tiene poder. El poder de la ley se lo acaban otorgando las fuerzas del orden cuando sus pistolas se enfrentan a las de los bandoleros y salvajes, y estos se dan cuenta de que sus días de dominio se agotan. Imponer la ley permite que las mujeres y los débiles pueden empezar a desarrollar sus propias vidas, porque saben que alguien les va a defender, que cada noche no tiene por qué ser la última, y que el dominio del pueblo va a dejar de estar en manos de una cuadrilla de forajidos que imponen su violencia como norma, frente a una ley que va a defenderse con las armas fruto del ejercicio por parte del estado del monopolio de la violencia. Así, las aventuras en el oeste van declinando a medida que la ley se expande y la sociedad civil, confiada, libre, empieza a arraigar en aquellas tierras. Por eso el género, en parte, se acaba marchitando, porque llega a contar el final de su propia historia. Más allá de las películas, la ley es la garantía de que los débiles, y este alfeñique que les escribe es uno de ellos, sean protegidos frente a los fuertes. Por eso todas las dictaduras que en el mundo han sido y quieren serlo desean abolir la ley, e imponer la fuerza de su voluntad, haciéndola llamar ley, pero no siendo otra cosa que una forma de opresión violenta. En el País Vasco, durante décadas, en nacionalismo sectario y la mafia etarra actuaron en perfecta sintonía para, mediante el terror y la violencia, imponer su ley del silencio, y lo consiguieron en muchos sitios, allí donde la ley de verdad no se podía ejercer por el simple miedo de quien debía imponerla. Las mafias son así, y una vez que ocupan un espacio es difícil desalojarlas.
Parece que la ertzaina conocía los desmanes de algunos de los miembros de la banda de agresores de Amorebieta, pero no me consta que haya hecho nada para evitarlo. Si las fuerzas de seguridad no actúan con rapidez ante estos fenómenos el miedo se extiende con rapidez y la mayor parte de la sociedad, que es pacífica y temerosa, se esconde, dejando vía a libre a que los violentos se hagan con un espacio que no les pertenece. Ojalá el pobre chaval apalizado salga bien de este trance, y sus indeseables agresores sean condenados como es debido, pero muchas cosas, en el plano familiar, social y de gestión del orden público, han fallado para llegar a este punto. Esta desgracia podía haberse evitado. No es un accidente, es violencia.