Se celebra estos días el centenario de la fundación del partido comunista chino, la fuerza hegemónica de aquella inmensa nación. Hace un siglo, al calor de la revolución leninista, surgieron como setas por todo el mundo partidos que copiaban el discurso y estilo que triunfaba en Moscú. Tutelados por el partido soviético, estas estructuras prosperaron en algunos casos, alcanzaron un enorme poder en otros y, casi todos, languidecieron tras el fracaso del comunismo y la disolución de la URSS. Su historia de auge y caída se puede ver como una especie de movimiento religioso, que funda sus monasterios por el mundo, creyentes únicos en una fe que se demostraría no sólo falsa, sino despiadada frente al ser humano. Condicionaron todo el siglo XX.
En esta historia de fracasos se debe incluir al partido comunista chino, aunque no porque eso haya conllevado su desaparición, ni mucho menos. El maoísmo, que fue al corriente dominante en su seno tras el proceso de divergencia con la URSS, alcanzó algunas de las más altas cotas de la vileza y aún se discute cuántos millones de personas fallecieron durante las hambrunas y estrecheces provocadas por aquella época de locura. Mientras en Europa muchos intelectuales, que vivían como ricos occidentales, pregonaban las virtudes del maoísmo, en China la muerte y la pobreza se extendían sin freno. El partido, cuyo principal objetivo es sobrevivir y mantener el poder, rectificó el rumbo y una serie de líderes pragmáticos decidieron experimentar en el erial en el que había quedado convertido el país. Aquella frase de Den Xiapoing de “gato blanco gato negro, lo importante es que cace ratones” resume bastante bien como el régimen de la entonces llamada Pekín empezó una extraña mezcla de ingredientes, en la que la dictadura política e intelectual seguiría siendo férrea pero la economía se abriría completamente a sistemas occidentales capitalistas. El crecimiento económico del país no se hizo esperar, y poco a poco China dejó de ser una nación subdesarrollada, donde la efigie de los chinitos era una de las que decoraba las huchas con las que el día del Domund se pedía por las misiones en el tercer mundo. Visto en perspectiva, China ha asombrado al mundo, porque hace unas décadas casi nadie hubiera apostado porque hoy su posición económica le permitiría tener al alcance el liderazgo global, y tampoco se hubiera entendido que eso se iba a dar sin que el partido comunista perdiera ni un ápice de su poder. Más bien lo contrario, lo refuerza día a día. El derrumbe de la URSS y el colapso del comunismo global hacía aventurar que, a su manera, China experimentaría una transición similar, pero no fue así. Tiananmen fue, quizás, el momento en el que la demanda de libertad de la sociedad china lanzó su pulso más intenso, pero los tanques lo aplastaron sin piedad y, desde entonces, no ha habido ninguna apertura en el régimen del país que, muy al contrario, se siente cada vez más fuerte. El pacto social que el partido ha impuesto a la sociedad china se basa, simplificadamente, en otorgarle a los ciudadanos un nivel de vida y prosperidad creciente a cambio de seguir privados de libertades. China es ahora mismo lo que parece ser la dictadura perfecta, en la que uno puede hacer negocios, prosperara, tener una buena vida, adquirir propiedades, consumir, disfrutar del hedonismo, y otras cosas que nos caracterizan a las sociedades occidentales, pero eso sí, bajo el estricto control de un gobierno que cada vez sabe más de los individuos, que limita todo tipo de libertades, que censura, cierra medios, controla la información, y que en cualquier momento puede tomar decisiones que alteren por completo la vida de cada uno de los ciudadanos sin que ellos puedan hacer nada para resistirse. Y todo ello aderezado con la cultura de trabajo asiática, que es mucho más intensa que la nuestra, y la mentalidad, común en aquella zona del mundo, de supeditar al individuo frente al conjunto de la colectividad, de sacrificar a las personas, si es necesario, para que las sociedades pervivan, algo que en occidente, además de inasumible, es totalmente incomprensible.
En su discurso de ayer en la celebración del centenario, el actual dirigente del partido, y del país, Xi Jinping, realizó una arenga patriótica alabando los logros conseguidos, la posición actual de China en el mundo y el mismo hecho de que el mundo ya no va a ser el mismo porque China va camino del liderazgo. Xi, que ha hecho aún más intensa la represión de la sociedad, es el dirigente con más poder en el país quizás desde los tiempos del propio Mao. No es un tecnócrata, ni un funcionario poderoso, no, sino un político, un gestor del poder, adicto a él. Tras sus palabras, como mínimo crece la inquietud en su zona de influencia territorial, donde las islas del mar de China, Hong Kong o Taiwan se ponen a “tiro” de momento metafóricamente. El siglo XXI puede ser chino, o no, pero desde Beijing van a hacer lo posible porque así sea.
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