Vivo en un piso muy pequeño, de juguete, en el que cada cierto tiempo se rompen cosas y me complican la existencia. Puedo debatir con ustedes sobre muchos temas, algunos absurdos y extraños, pero soy un desastre como manitas, no realizo obras en casa y la principal inversión que le he hecho a la vivienda en estos años de propiedad ha sido la de comprar estanterías y llenarlas de libros, lo que hace que el piso parezca aún más pequeño. Si se rompe algo trato de no notarlo y, en la medida de lo posible, pasar con ello antes de hacer cualquier cosa o llamar a un técnico, que siempre quiere venir a la hora en la que estoy en la oficina.
Desde hace ya varias semanas el desagüe de la bañera en la que me ducho, que posee poca pendiente y nunca ha tragado con devoción, empezó a sentirse empachado, y a no bajar no ya con ganas, sino a plantarse, como protestón pelotón ciclista. Me duchaba sin problema, pero día tras día el remanente de agua cada vez tardaba más en irse. Llegó un momento, hace dos o tres semanas, en el que el pozo formado empezaba a hacer la competencia al concepto de baño frente al ejercicio de la ducha, y pasaba del cuarto de hora el tiempo necesario para que aquella acumulación se fuera por un sumidero convertido en remedo de la M30 madrileña en atascada hora punta. Primeros improperios a mi suerte y el escalofrío que surge cuando admites que, o llamas a alguien para que te lo mire o te vas a meter en un problema mayor. La bañera está embaldosada, integrada en la pared, por lo que el miedo a que se tuviera que picar y, con ello, hacer obra en el baño, empezó a surgir como el Sol del amanecer. Bueno, así son las cosas. Llamé al seguro de la casa y, al menos consolado porque el problema era sólo mío y no había causado líos a los vecinos, quedé con los de la fontanería para que pasasen a verlo y a tratar de desatascarlo, indicando que la urgencia no era extrema, porque algo bajaba y eso permitía que pudiera seguir duchándome. Tras algunas llamadas, ayer por la tarde vino el fontanero a casa, un hombre de una edad similar a la mía, de acento eslavo, que empezó al instante a sacar herramientas, cables y objetos varios, y se puso a limpiar el bote sifónico, una de esas cosas que sólo he conocido al llegar a Madrid, dentro de mi profunda ignorancia sobre tantos aspectos de la vida normal. Empezó a sacar arena en dimensiones playeras, y poco a poco, por sus comentarios y expresión, empezó a atascarse su idea de que el encargo de esa tarde iba a ser liviano. Los cables y muelles que trataban de atravesar las tuberías que unen los dispositivos del baño no avanzaban, topaban con obstáculos de todo tipo, y la cosa se alargaba. Salió de casa y volvió con un pequeño compresor, para insuflar aire a presión a las tuberías, algo que yo no había visto en mi vida. Pese a ello la cosa se alargaba y, durante una hora, no hubo avances significativos. Sus expresiones eran de suave lamento, sin improperios ni gritos, pero con la sorda sensación de estar cagándose en los que diseñaron mi baño de casa de muñecas, incapaz de comprender él y yo cómo en un lugar tan pequeño se podía encontrar un problema tan grande. Tras hora y media de esfuerzos algo de la bajante de la bañera empezó a succionar, y a las dos horas consiguió que el cable que entraba por ese bote sifónico pudiera salir por el desagüe de la bañera, por lo que ambas conducciones quedaban unidas y había un paso entre ellas. Ese asomar del cable por la rejilla de la bañera era el anuncio de que no había que hacer obra, era una iluminación, la imitación más certera de esos momentos de película en los que el héroe logra agarrarse, con la punta de los dedos, al filo del barranco que lo separa de una caída mortal y, desde ahí, remonta con fanfarrias que atruenan la sala. El profesional cogió la punta que asomaba y, sujetando ambos extremos con ambas manos, empezó a realizar un baile de ida y vuelta que, a cada paso, aumentaba el espacio disponible en las tuberías, deshacía el sucio engrudo que las obturaba y, por fina, llevaba al final de esa intervención.
Dos horas estuvo ayer ese señor en el baño de casa, en una postura infame para su cuerpo, que debió dejar su espalada, rodillas y demás elementos doloridos por bastante tiempo. Eso es trabajar, que diría mi padre, y cualquiera que lo hubiese visto. Cuando terminó y le firmé el parte le di las gracias de todo corazón, pero me miró con una cara tristona, porque aún le quedaba un aviso para terminar la tarde, y pensaba que el de mi casa iba a ser rápido. Le había llevado dos horas largas y eso retrasaba mucho el desempeño del último encargo de la tarde y la vuelta a su casa, que tras lo que había hecho en la mía era más necesaria y ganada que nunca. El fontanero se fue, limpié el baño ya a pleno funcionamiento, y me quedé con la sensación, ya conocida, de que lo que hago en la oficina se llama trabajo porque así está convenido, pero no se si lo es.
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