¿Cuántas veces, a lo largo del día, siente usted que flaquea? ¿Qué no puede más? ¿Cuántas derrotas sufren sus proyectos e ideas a manos de la realidad y de los que le rodean? Sí, también hay momentos de éxitos y de la apacible calma de la nada, pero a buen seguro conoce el sabor de la frustración, de no saber cómo salir de algo, de no poder más, de sentirse rodeado de brillantez absoluta que conoce los remedios para todos los males y pontifica sobre ellos y usted, sumido en el desconcierto, apenas es capaz de describir lo que le pasa y menos aún pedir a otros que le ayuden. Seguro que conoce esa sensación. Porque, creo, todos la hemos pasado.
Simone Biles es la mejor atleta de su generación y una de las más grandes de las que ha dado ese durísimo deporte que es la gimnasia. Pequeña, poseedora de una fuerza física arrolladora, realiza ejercicios que sólo ella se atreve a ejecutar, diría que incluso imaginar, porque ni a cámara lenta soy capaz de contar el número de vueltas que da en el aire tras uno de sus infinitos saltos antes de aterrizar recta como una espadaña. La vida de Biles ha sido un infierno como pocos son capaces de imaginar, asociada siempre al espartano y opaco sistema de reclusión que impera en su deporte, y en muchos otros de élite, en el que niños y niñas son sacrificados desde su más tierna infancia, ternura que si es sinónimo de flexibilidad les viene genial para esta disciplina, sometidos a entrenamientos de horas y horas y horas sin fin, alejados de los suyos con el único objetivo de conseguir medallas para su país. Durante los campeonatos mundiales y las olimpiadas, los grandes eventos de la gimnasia, todos los ojos se centran en ellos, el público les adora y las autoridades de sus países exigen que el dinero invertido en la cárcel en la que han residido durante años se transforme en medallas que eleven la gloria de la nación a la que representan. Adoradas como diosas, las gimnastas son sacrificadas en el altar del orgullo en forma de medalla colgada a su cuello, que realmente es vista como un premio al país. De mientras hacen ejercicios imposibles delante de medio mundo otras niñas, mucho más pequeñas, permanecen recluidas en las instalaciones de formación, empezando a ser futuras medallas, futuros corderos para el sacrificio cuando las actuales estrellas ya hayan estallado en forma de cuerpos destrozados por el sobreesfuerzo y convertidas en desecho. Biles, como otras de sus compañeras, sufrió abusos sexuales continuados en el tiempo por parte de uno de sus entrenadores, Larry Nassar, y las denuncias que ellas pusieron y los intentos de librarse del monstruo sólo encontraron el desprecio por parte de quienes pudieron evitarlo, desde la federación de gimnasia norteamericana a otro tipo de instituciones y empresas, que sólo veían en esas chicas a una especie de granja de pollos en la que todo estaba permitido si se obtenían las soñadas medallas. Todo por el oro, todo por la presea. Biles consiguió relevancia mundial con sus ejercicios imposibles, se coronó como reina en juegos y mundiales, y usó esa fama y poder mediático para denunciar los abusos que ella y sus compañeras sufrían, para gritar al mundo que era una niña sin infancia en un mundo de adultos que las trataban como cosas, como naranjas de las que se puede exprimir todo el jugo posible y luego tirar como cáscaras usadas. La sonrisa enorme de Biles escondía una tragedia humana y personal que se remontaba a una infancia de abandonos, a un entorno de gran pobreza, a una vida sometida a la disciplina y el abuso. Con poco más de veinte años Biles ha pasado por unas experiencias que, a usted no se, pero a mi me hubieran llevado mucho más allá de la depresión y la locura. Biles llegó a Tokyo, como ella misma dijo, sintiendo que tenía el peso del mundo sobre sus hombros, toda la presión imaginable concentrada en su figura, determinante para medir el éxito o no de años de sacrificio de ella y de sus compañeras.
Biles se ha cansado, se ha hartado. No le gusta lo que hace, el circo en el que se ha convertido su vida, la desgracia constante que le rodea y presiona. En esta extraña sociedad en la que vivimos, que ha endiosado al deporte y sus figuras como una especie de superhéroes, creando un enorme negocio, Biles ha salido a la palestra, donde los antiguos se ejercitaban y luchaban, y ha dicho a todo el mundo que la felicidad de los demás no depende de las piruetas que ella haga, y que su propia felicidad hace tiempo que se perdió en medio de las acrobacias. Biles, con veinte y pocos años, ha dado una lección de madurez, de sentido común y de dignidad en medio de la feria de vanidades y absurdos que es ese mundo del deporte que hemos consagrado como todopoderoso, al que sacrificamos vidas, carreras y esfuerzo, sin que sepa realmente para qué.
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