El mejor símbolo para mostrar hasta qué punto se vive con frivolidad desde el mundo ultradesarrollado la tragedia cubana es que hemos inventado una bebida, llamada cubata, en la que mezclamos el ron asociado a la isla con la Coca Cola de origen norteamericano, y nos lo bebemos asociándolo a la alegría de las fiestas, las borracheras, las celebraciones, cuando en aquella isla no hay nada que celebrar desde hace muchas décadas. La distancia infinita entre nuestro nivel de vida y el que padecen los cubanos nos hace ver como exótico lo que no es sino una absoluta tragedia, un subdesarrollo que nos haría palidecer si lo experimentásemos en nuestras carnes.
Cuba vive sometida a una de las más férreas y longevas dictaduras de los tiempos modernos. La llegada de los Castro al poder, primero con el reinado casi eterno de Fidel y luego de su hermano Raíl, instauró un régimen comunista que, como todos los que en el mundo han sido, se convirtió en una dictadura de partido único y hombre fuerte, en la que era difícil distinguir dónde acababan las siglas de la política y empezaban los fusiles del ejército. Convertido en el portaviones soviético eternamente anclado frente a las costas de su enemigo, la extinta URSS vio en la isla el perfecto lugar para amenazar a los EEUU a la menor de las distancias posibles, y la tensión se vivió en aquella zona hasta un punto en el que, si las cosas hubieran ido mal, y a punto estuvieron, ni ustedes ni yo ni casi nadie estaríamos aquí. El derrumbe soviético, la fuente de casi todos los suministros que llegaban a la isla, convirtió al régimen castristas en un paría internacional y en un desastre económico carente de los más elementales inputs. Lejos de un aperturismo forzado por la realidad, la dictadura se enrocó y agudizó su mensaje de resistencia en medio de un país que se encaminaba hacia la pobreza absoluta, el deterioro social y la supervivencia. Las imágenes de una Habana que se cae a pedazos, de unos coches de los años sesenta y setenta que andan por sus calles porque no hay modelos nuevos en el país, de escenas sacadas de un pasado que a algunos les parece romántico no son sino una clamorosa exhibición de pobreza, de ruina, de desastre absoluto. Los que tanto defienden el régimen desde sus cómodas mansiones occidentales viven a miles de kilómetros de aquella ruina, de la misma manera que muchos intelectuales de los sesenta abogaban por la superioridad del bloque del este, pero lo proclamaban desde las bohemias calles de la “riviere gauche” del París por el que deambulaban como reyes, sin apenas pisar lo que denominaban paraíso. La caída del muro dejó al descubierto la estafa que existía al otro lado y, sobre todo, la pobreza material y la crueldad de dictaduras despiadadas, que aplastaron a la ciudadanía de sus países sin misericordia alguna. Si alguna vez cae el régimen cubano, ojalá que esta sea la buena, también veremos lo que se esconde tras un país en el que la información se filtra pero la miseria apenas ya se puede esconder. A la visión romántica de Cuba como paraíso, además de la tóxica influencia de una ideología fracasada, el comunismo, se une el hecho de que Cuba fue España hasta hace poco más de un siglo, que nuestra historia y la suya se unen de manera inexorable y que, en cierto modo, siguen siendo enormes los lazos sentimentales que atan a cubanos y españoles, primos en el fondo. Es imposible olvidar aquellas escenas algo berlanguianas en las que un Fraga, ya aposentado como presidente eterno de la Xunta de Galicia, recibía al dictador Fidel y se lo pasaban en grande. Ambos provenían de los extremos del espectro ideológico, pero compartían terruño de origen, y se veían casi como familiares, separados apenas por un charco de agua. Todo esto ha dificultado las relaciones entre ambas naciones, a la hora de que España denunciase a las claras a la dictadura castrista, perjudicando sobre todo a los que viven en la isla. Hoy mismo, tras sesenta años de régimen, seguimos siendo taimados ante lo que allí pasa, en una mezcla de hipocresía, conmiseración y sentimentalismo.
Quizás haya sido la pandemia la gota que ha colmado el vaso del hartazgo cubano ante su eterna miseria, y de las manifestaciones de estos días surja un movimiento que pueda hacer caer a los que detentan el poder desde hace tiempo. Es difícil que así sea, porque los que mandan en aquel país no se cortan a la hora de reprimir las protestas y silenciarlas, y no sería este el primer levantamiento social que es aplastado por la dictadura de la nación a la que pretende derrocar. Pero ojalá sea esta la buena, el poder corrupto que desde hace tantas décadas oprime a los cubanos caiga y ellos sean capaces de recrear su país, levantarlo de nuevo, convertirlo en la joya que es, y que los cubanos que, como diáspora, se encuentran viendo todo desde la distancia, puedan reencontrarse en LA Habana, su Habana, ese “Cádiz con más negritos” que cantaba Carlos Cano mirando desde su ciudad natal hacia el occidente atlántico.
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