Ayer por la tarde me pusieron la segunda dosis de la vacuna de Pfizer, en el mismo recinto hospitalario en el que me inyectaron la primera justo tres semanas antes. Aunque me dijeron que puede que no recibiera citación, sí me llegó un SMS de confirmación de cita, y acudí en torno a la hora indicada, avanzada ya la tarde. Esta vez había más gente y cola que la vez pasada, pero el flujo de entrada era ágil y la espera, bajo unos parasoles en una tarde calurosa, fue escasa. Dentro todo se desarrolló como la vez anterior, siendo esta vez en un chico el que me inyectó mi dosis del vial. Transcurrida la espera del cuarto de hora de seguridad, salí del recinto a una calle aún soleada y muy caliente. Era el último día de junio,
No nos damos cuenta del milagro, de la impresionante noticia que es que, un año después de que esta pesadilla empezase, estemos vacunando en masa con unos medicamentos que tienen una efectividad altísima frente a la enfermedad. Las cuatro vacunas aprobadas por la EMA son de lo mejorcito que la tecnología e industria ha desarrollado en décadas y suponen un enorme avance en todos los aspectos, tanto sanitarios como científicos. Pero crear las vacunas en sí es el primer paso, imprescindible, pero que requiere de muchísimos más para que el compuesto llegue hasta nuestro brazo. Piense usted en el proceso industrial de fabricación del compuesto vacunal, que debe ser capaz de generar miles de millones de dosis, mediante la combinación de decenas o cientos de ingredientes provenientes de a saber dónde. Cada producto elaborado que compramos en el mercado es el fruto del ensamblaje de componentes que provienen de partes muy distintas del mundo, y todas las piezas son necesarias para dar por terminado el proceso, si alguna falla la cadena se interrumpe y, con ella, el suministro. En elementos ya consolidados, piense un móvil o cualquier otro cachivache, esas cadenas están engrasadas y funcionan desde hace tiempo, haciendo frente a problemas puntuales que puedan surgir, pero en productos nuevos, como las vacunas, esas cadenas deben crearse y someterse a la realidad de la producción masiva. Y junto a todo lo relacionado con la fabricación del compuesto se encuentra lo que tiene que ver con los demás elementos necesarios para su dispensación. Viales, agujas, inyectables, consumibles varios, en cifras milmillonarias que desbordan todo lo que hasta ahora las industrias que a esto se dedican han tenido que hacer en los años pasados. Uno ve cómo la aguja entra en su hombro y ese no es sino el último paso, como el de Armstrong, de un esfuerzo gigantesco realizado a lo largo de todo el mundo para poder lograr que ese simple gesto se convierta en realidad. Y junto a todos estos enormes y complejos procesos, el trabajo incesante de los miles de profesionales de la sanidad que, país a país, en España los nuestros, vacunan mañana, tarde y noche, y hacen otras muchas más cosas, sacando tiempo de donde no hay, obteniendo nulas recompensas económicas, y dejándose la piel y las pestañas en una labor que es admirable. En el hospital en el que estuve ayer, en cualquier centro de vacunación, sea cual sea su dimensión, que desde enero está suministrando dosis, el esfuerzo que esos profesionales están realizando para adaptar sus instalaciones, protocolos, rutinas y demás es enorme, y a buen seguro ha supuesto sacrificios de todo tipo, profesionales y personales. Y todo ello tras un año, el 2020, de absoluto horror en ese sector, que no podía librarse ningún día de la pesadilla de la enfermedad, mientras que el resto la eludíamos de una manera u otra, y aun así sobrellevábamos con pesar sus zarpazos. Dicen que algunos deportistas están hechos de una pasta especial, no lo se, sobre todo no se si un deportista merece el reconocimiento social que recibe. De lo que tengo pocas dudas es que los profesionales sanitarios sí son especiales, sí trabajan en un sector que requiere ser de una manera precisa, y que su sentido del sacrificio y aguante está más allá de lo que muchos somos no sólo capaces de soportar, sino si quiera imaginar.
Hace unos días se vio en los medios como el estadio de Wimbledon se ponía en pie para aplaudir a Sarah Gilbert, de la Universidad de Oxford, desarrolladora de la vacuna de AstraZeneca. Ese gesto de reconocimiento, debido, dejaba claro, aunque fuera sólo por un momento, que ahí la heroína era ella, no los que salían a la hierba a pegar pelotazos con una raqueta. Gilbert, los desrrolladores de las otras vacunas, los industriales, los de la logística, los sanitarios, los intensivistas de hospitales, los que llevan enfermos en ambulancias y viales en furgonetas, los que fabrican agujas…. Hay tanta gente a la que dar las gracias, y tantos motivos para ello, que no acabaría nunca de reconocerlos a todos. Ellos son la cara buena, la única, de esta maldita pesadilla. Por ellos, con ellos, la estamos venciendo.
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