El pasado martes tuve la posibilidad, honor y responsabilidad de participar en la elección de la música para una boda que tendrá lugar en Julio. En compañía de los cónyuges A y B, que es como ahora se denominan en el registro civil, pero no aún en el impreso del INE (se ve que el INE tiene nostalgia de cuando a las cosas se les llamaba por su nombre) y de la madre de uno de los dos, estuvimos con el organista de la iglesia, viendo que piezas son las más típicas en cada momento, y escogiendo entre ellas. Reconozco que la escena fue bastante surrealista, aunque ya tuve una introducción minutos antes con el cura en el despacho de la sacristía.
A veces la decoración del lugar impone. Si uno entra, por poner un lugar, en un salón pintado con gotéele blanco y cuadros minimalista piensa que es un lugar sobrio, moderno y algo frío, quizás, pero acceder, como el otro día, a unos salones llenos de estatuas de imaginería religiosa sangrante y pietista, estandartes de gala de regimientos militares dispuestos para ser colgados de los balcones en el día del Corpus y sillas y mesas con patas y soportes decorados como capiteles góticos, con imágenes dignas de la película de “El Exorcista” sabe que está en un lugar para estar firme, no vaya a ser que algo se tuerza. Desde luego aquello imponía. Y frente a eso, un organista de unos cincuenta años pasados (aviso que soy muy malo para echar al edad a la gente) que sabía de música, sí, pero que tenía un amaneramiento y un estilo tan, como definirlo, peculiar, que contrastaba vivamente con el entorno. Era el opuesto, el blanco sobre un negro opaco, o, quizás mejor, el rosa fucsia sobre un azul intenso. Tras un buen rato de charla y tarareo, acabamos por escoger todo el repertorio y salir del lugar, no sin dar las gracias al organista y a todos los que nos habían tratado tan amablemente. Pero eso sí, el aire de película costumbrista de Berlanga no dejaba de estar por todas partes.
Intuyo que eso no era más que el principio de una celebración que será, sin duda, peculiar. En medio del tórrido calor de mediados de Julio, engalanados y con la corbata al cuello, entraremos por el pasillo de una iglesia algo peculiar, en la que la decoración no dejará indiferente a nadie, y, seguro, dará que hablar. Pero como contraste, en los teclados habrá algo de ese espíritu femenino que tanto contrasta con la sobriedad castrense y que, quién sabe, tan bien se complementa con ella. Como diría el gran Pérez Reverte (versión sin tacos), esto de la milicia ya no es lo que era, no.
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