Ayer por la noche tuvo lugar en el Hotel Palace la presentación del número extraordinario conmemorativo de los 25 años de existencia de la revista del Colegio de Economistas de Madrid. En el acto actuaron como ponentes Juan Iranzo, actual Decano del Colegio, Emilio Ontiveros, director de la publicación, y Pedro Solbes, Vicepresidente del Gobierno y Ministro de la cosa del dinero y el impuesto. Un compañero mío del trabajo, colegiado él, tenía una invitación al acto, pero no iba a ir, y me al ofreció, así que, agradeciéndoselo, allí me planté, y a eso de las 19:40 formaba parte de un nutrido grupo de personas que abarrotábamos uno de lo salones del hotel.
Los discursos, centrados en la actual crisis económica, o desaceleración, según se vea, fueron interesantes, aunque creo yo que ligeramente optimistas. Es cierto que dada la presencia de un miembro del gobierno no se podían cargar las tintas en exceso sobre la actuación (mal o buen) del mismo en la pasada legislatura. Solbes, adornado con su plúmbea voz y con esa capacidad innata para sosegar a los mercados y auditorios (algunos le acusan de dormirlos) realizó una descripción del panorama, y no quiso entrar a valorar la seriedad del frenazo, aunque lo admitió. Hizo mucho hincapié en al situación de ventaja de la que parte la economía española, con un superávit acumulado y un sistema financiero más solvente que el de otras naciones,. Sin embargo, y no lo eludió, señaló que el verse unidos a las economía mundial nos hace partícipes de su crecimiento y, qué pena, de sus problemas, y ahora, querámoslo o no, nos encontramos en esta segunda parte de turbulencias, que parece que nadie es capaz de poner una dimensión adecuada ni una estimación de hasta cuando se van a prolongar y que sectores van a ser los próximos en sufrirla (Ahora le toca al arroz). Tras los discursos y aplausos de rigor tenía lugar en un salón anexo un cóctel, al que no pensaba quedarme, pero, casualidades de la vida, estaba en la sala una de las mejores amigas de mi amiga de la tele, a la que conocí en la fiesta que dio antes de viajar a su corresponsalía. Había acudido al acto en compañía de otra amiga y compañera de trabajo, y dado que ya éramos tres, nos quedamos a la fiesta, consistente en una especie de picnic de alto copete celebrado en un salón gigantesco, con molduras en los techos, columnatas rococó y un pequeño conjunto musical tocando al fondo, bajo una rotonda, piezas de swimm y de jazz melódico. Comenté a mis acompañantes que era la primera vez, o eso al menos creo, que estaba en un acto de semejante calibre, rodeado de personas que parecía influyentes, o al menos así aparentaban, y que no podía dejar de pensar que la escena, en su conjunto, me recordaba a la película del Titanic. Yo no soy Leonardo DiCaprio, claro está, pero estaba acompañado de dos bellas mujeres y de señores que tomaban copas en algo similar a la cubierta de primera clase. Menos mal que al final no hubo icebergs (pero sí copas “on the rocks”)
El cóctel sería de postín, sí, pero el buitreo generalizado al paso de los camareros con pocas y viandas, y la lucha desaforada por hacerse con un pedazo comestible de lo que sea es algo universal, que se da en todas las clases sociales. Al cabo de unas horas estábamos los tres en uno de los balcones del Palace viendo al fuente de Neptuno iluminada y el Paseo del Prado en toda su extensión, y alguno de esos señores de abolengo, ya con algunas copas de más, se hacía querer e intentaba caer simpáticas a mis amigas, provocando algunas escenas hilarantes, mezcla de términos económicos y de un rancio erotismo. La verdad es que nos fuimos de allí después de haber pasado un buen rato, en una de las primeras noches del verano madrileño, que ya está aquí.
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