Quizás hoy debiera hablar de la victoria en las elecciones italianas de Silvio Berlusconni, esta vez por mayoría absoluta, y limitarme a señalar un montón de preguntas para saber qué sucede en Italia para que un personaje así vuelva a ser elegido como Primer Ministro, sobre qué mal lo ha debido hacer Romano Prodi para brindarle un triunfo tan rotundo, y sobre las dimensiones de la crisis que azota a Italia desde hace años y que parece llevarla por un tortuosos camino hacia nada bueno. Es en estos casos cuando uno se siente aún más orgulloso de vivir en España.
Pero no. Ayer no tuve la mejor tarde noche de la temporada, y en vez de estudiar un poco esas pseudooposiciones que estoy preparando sin coraje ni convicción, aprovechando que hacía un viento algo cálido, salí a dar un pequeño paseo cerca de casa y me aposté en un camino muy cercano, pero muy poco transitado. Una senda que, tras la tapia de un colegio, atraviesa una hondonada medio abandonada y que permite ver algunas vistas de Madrid. No muy buenas, ya que para mejorarlas hay que subir un terraplén de unos 15 metros, y de noche es mejor no aventurarse a hacerlo, so pena de resbalar y acabar en unas zarzas aún más oscuras. Bien, pues allí estaba a eso de las 22:40, sentado en un enorme pedrusco, mirando al frente, con el pirulí, que domina completamente una de las posibles vistas desde mi barrio, y ante mi decenas, cientos de bloques de pisos con luces apagadas y encendidas, y con muchas personas en ellos. Siempre que veo esto, o me encuentro en un atiborrado vagón de metro, me surgen enormes preguntas. Es muy probable que no conozca a ninguna de las personas que habitan en esas casas, y también es posible que jamás en mi vida llegue a conocerlas. Decenas, cientos, miles de historias que nunca sabré como se desarrollan. Desde pequeño he tenido esa sensación ante el cruce con desconocidos. Paseaba por la calle y cuando veía gente que no me sonaba de nada me asaltaban preguntas sobre sus vidas, y si eran felices o no, si sufrían, padecían, o estaban alegres por algo. Eso en un pueblo pequeño da poco juego, pero la primera vez que vi Bilbao de noche desde la autopista, que impresionaba mucho cuando yo era pequeño, incluso lo hace ahora, las preguntas se hacían infinitas, porque era incontable, o así me lo parecía, la cantidad de gente, de vidas, que estaban allí abajo, mientras yo, desde un viejo autobús, o esa es la imagen que tengo en la cabeza, veía aquel monstruo iluminado moverse bajo mi. Si Bilbao es grande qué decir de Madrid. Ver esta ciudad de noche, desde mi trabajo, o desde el parque de las tetas (si alguno no ha ido, por favor, que vaya, es impresionante) es eso, desbordante. Y cuando en 2004 vi Manhattan de noche desde el Empire State ni me lo creía. Millones, muchos millones de historias, de vidas bajo mis pies, que nunca llegaré a conocer.
Así estuve un buen rato, pensando, haciéndome preguntas sobre ellos y sobre mi, y menos mal que no pasó nadie por el camino ayer, sino se hubiera extrañado de ver a un tío sentado en una enorme piedra mirando ensimismado al horizonte. O quizás no le hubiese dado la más mínima importancia, y se alejaría silencioso tal y como había llegado. Más preguntas, demasiadas preguntas, y todo bajo un plomizo cielo, que reflejaba los blancos y amarillos de las luces de una ciudad que parece que nunca duerme, y que siempre se hace preguntas, y que desconoce las respuestas de casi todas ellas.
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