Sábado por la tarde. Tras un paseo de primavera por las calles, viendo deambular gente, y sin rumbo fijo, acabo tirado en el sofá de una de esas cafeterías americanas que tanta manían provocan a mucha gente pero que nunca están vacías. A lo mejor porque te dejan tumbarte sin decirte que te vayas, o porque no suena un chunda chunda por los altavoces. Es cierto, eso sí, que el precio de los productos echa para atrás, pero una vez adquiridos, y analizado lo que el bueno de Tim Harford dice al respecto, puedes pasar un rato tranquilo tomando un café no muy bueno, pero sí con mucha espuma, cosa que me encanta.
Pues allí estaba, mirando por la ventana, a la altura de la calle, siendo yo, en aquel momento, el escaparate de la tienda. Me fijé en las tiendas cercanas, en el pasar de la gente, ya de noche pero en manga corta gracias al calor que aún seguía en el aire. Detrás de mí se sentó una pareja, en un sofá parapetado detrás el armario donde uno se echa el azúcar y demás complementos. Así, sólo podía verles yo y al gente de la calle. Él, poco más de veinte años, pelo corto y delgadito, ella, quizás de la misma edad, más alta, pelo largo y ondulado, y guapa. Yo estaba terminando de leer una breve y divertida novela de Eduardo Mendoza, pero por el rabillo del ojo le veía a ella, esperando a que su novio (eso suponía) trajese los cafés, cosa que hizo a los pocos minutos. Se sentaron juntitos y empezaron a hablar suavemente, cuchicheándose confidencias al oído, risitas y caras de felicidad. En un momento dado él le besa a ella, ella a él, y finalmente se besan en la boca. “hacen bien” pienso para mi mismo, y ventilo las quince páginas que me quedaban del libro. Al acabarlo me fijo y veo que siguen besándose, en la misma postura en la que estaban cuando retomé la lectura. Acompasando su respiración, suavemente, coordinados como unos profesionales, siguen besándose boca a boca con los ojos cerrados. El toca suavemente con su mano la escasa tripita de la chica, y de vez en cuando roza sus senos, con cariño, poco a poco, sin forzar en lo más mínimo. En un momento dado abren los ojos y separan sus bocas, sorben un poco de sus respectivos cafés, quizás para tomar fuerzas, y vuelven a al posición amada, logrando una especie de estado estacionario de placer y abstracción que me resulta admirable. Intuyo que en eso momento, para esa pareja, el tiempo no existe, ni el euríbor, ni la hipoteca, ni la crisis, ni otras malas noticias. Les da igual si fuera sigue haciendo calor o se ha puesto a llover, si alguien les ve o no, si los sirios tienen armamento nuclear o no, si Esperanza se hará con el PP o Rajoy vencerá en el congreso de Junio, si viven en una nación, un conjunto de naciones, un putiferio o un país... en ese momento esa pareja está en lejos de todos los problemas mundanos, y ha adquirido temporalmente un pisito en el mundo de la felicidad.
Y allí, apoyado en mi sofá, mirando a la calle, siento una sana envidia hacia ellos, pero no se muy bien porqué. Es cierto que lo que están haciendo parece agradable :-)) pero casi me interesa más su despreocupación, su abandono ante el mundo, cosa muy difícil de lograr para alguien como yo, tendente de preocuparse por demasiadas cosas y a no ver habitualmente el lado bueno de las cosas. Esa pareja estaba experimentando en carne viva lo más próximo que existe al llamado horizonte de sucesos, ese punto de los agujeros negros donde, dicho en muy bruto, no se sabe si vienes o te vas, donde el tiempo deja de tener significado, y la prisa desaparece.
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