Una cuadrilla de trabajadores
perfora, en lo profundo del pozo, una veta de carbón con la que cargar sus
vagonetas y así obtener el fruto de su jornada laboral. Al fragmentarse parte
de la roca, una bolsa de gas grisú que se encuentra encerrada se abre paso y,
silenciosa, desaloja todo el oxígeno que en esos momentos ocupa la galería en
la que trabajan los mineros y, sin que apenas puedan darse cuenta, los asfixia
silenciosa y eficazmente. Un compañero, que nota que algo raro pasa abajo, que
un silencio mortal reina en el pozo, acude a la búsqueda de respuestas y sólo encuentra
la muerte. Y el pozo se convierte en la tumba de todos ellos.
Esta crónica de la
tragedia que ayer se desarrolló en la explotación minera sita en el pueblo
leonés de Llombera de Gordón podía haberse escrito hace décadas, o incluso
siglos. Junto con los derrumbamientos, el grisú es el asesino silencioso de la
mina, el que más hombres se ha llevado y el que más lágrimas ha causado entre
sus familias. La expresión del canario en la mina tiene su origen precisamente
en ese gas, ante el que nada parecía ser efectivo, y que sólo la presencia de
pequeños animales, que fallecen por ahogamiento mucho antes que los humanos,
podía servir como testigo macabro, como señal de aviso de desalojo de una zona
en la que el gas había tomado cuerpo y se había hecho con la atmósfera. Hoy en
León todo serán lloros y lamentos, y preguntas sobre cómo ha podido ser posible
este accidente, el más grave en la minería española desde hace casi dos
décadas. Veremos a los reporteros de televisión entrevistar a familias rotas
por el dolo y la incomprensión, y acudiremos a esos pueblos mineros olvidados,
pequeñas villas dominadas por elevados castilletes elevadores, que día tras día
suben y bajan a la mina, que año tras año transportan a cada vez menos mineros,
hasta que en pocas décadas la mina no sea sino un recuerdo, amargo en muchos
casos como el presente, sentido en todos ellos, de un sector que dio trabajo y
prosperidad a pequeños pueblos perdidos en medio de un páramo en el que sólo el
campo proporcionaba recursos, lejos de las ciudades y de todo lo que
significase prosperidad. Amplias zonas de León, Asturias, Teruel y otras
regiones españolas asisten al desplome de un sector que sólo existe hoy en día gracias
a las subvenciones públicas, que mantienen en pie explotaciones que no son
rentables ni por el producto que de ellas se obtiene ni por los costes que
supone su mera utilización, tanto económicos como medioambientales. Por cada
minero que se jubila es casi seguro que no hay otro minero que le reemplaza y,
como la escarcha a la salida del sol, su presencia se reduce a medida que avanza
el tiempo. Muchos de estos municipios, que han practicado durante décadas el
monocultivo del carbón, se enfrentan ante el duro destino del olvido y la pobreza,
dado que en muchas ocasiones no se han desarrollado industrias alternativas ni
otros negocios que no fuesen los relacionados con el mundo de la minería. La crisis
que vivimos a agostado los presupuestos públicos y, junto con la paralización
de presuntos planes de reactivación económica, ha reducido la cuantía de las
subvenciones al sector, lo que ha provocado duros conflictos en esas regiones,
y manifestaciones virulentas frente al Ministerio de Industria, edificio vecino
al mío, sobre el que se desataba la rabia de mineros venidos de toda España, ávidos
de futuro, conscientes de que su sector no lo tiene, y llenos de preguntas y
miedos ante la desesperanza de saber que sus vidas acabarán mustiándose al ras
del cielo, sobre la segura tierra firme, pero desprovistos de riqueza, medio de
subsistencia y desempeño laboral. Para algunos de ellos el riesgo de bajar
todos los días al pozo y jugarse la vida es preferible a verla deshilacharse en
el vacío de la inactividad.
Toca hoy llorar en esas comarcas, en las que la
alegría llega a cuentagotas y las tragedias son, normalmente, múltiples. Y
reflexionar sobre como procedemos al cierre, ordenado, seguro y honroso, de un
sector que tiene un futuro tan negro como el del producto que le da sentido. A pensar
en serio cuáles son las alternativas económicas de esas zonas y familias, a
ponderar en el coste de las energías las vidas perdidas, múltiples en el caso
del carbón, nulas en el de la energía nuclear o las renovables, y a ofrecer una
esperanza a las familias de los trabajadores fallecidos, para los que la lámpara
minera dejó ayer de brillar, envuelta, como en siglos pasados, en una bolsa de
maldito gas grisú.
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