La inmigración es uno de los
mayores y más complejos problemas de nuestro tiempo, al que sólo prestamos
atención cuando se produce una tragedia que acaba trayendo cadáveres a nuestras
costas. Sabemos que los intentos por llegar a Europa se producen a diario, pero
no les prestamos atención, no nos interesan. Sólo si hay muertos, si las
escenas recogen imágenes duras, la noticia logra saltar del anonimato de
siempre a titulares, normalmente escondidos. Y es el número de muertos que se
arraciman sobre la arena el que determina cuan grandes serán los tipos de letra
utilizados para describir lo sucedido. Así de crudo.
Ayer
Lampedusa se ganó las tipografías que hoy lucen las portadas de la prensa,
porque el número de fallecidos en el hundimiento de la barcaza de inmigrantes
que trataban de alcanzar las costas no se cuenta por unidades o decenas, sino
por centenas. Una cifra de muertos espeluznante, que ha convertido a esa
pequeña isla en un cementerio y que nos vuelve a colocar ante el drama de los
que huyen de un mundo que se derrumba para alcanzar el ansiado paraíso. Seguro
que los supervivientes del desastre de ayer cuentan las mismas historias que
los náufragos individuales que son rescatados a diario, historias de miseria y
guerra, de territorios y países que podemos localizar en el mapa, pero que
apenas son nada más que unas rayas sobre el papel o una capital impresa en la
pantalla de googlearth. En esos lugares la sociedad no existe, los debates no
se centran en si subimos los impuestos uno o dos por ciento, o si el paro es
mayor o menor, o si mi pueblo es más singular que el tuyo. No, en esos países
la guerra el hambre son el (ausente) pan nuestro de cada día, y el objetivo de
gran parte de la población durante el día es, básicamente, sobrevivir. Cada una
de esas historias delata explotación, miseria, necesidad, engaño por parte de
mafias que se lucran tanto como las de las drogas, a veces más, pero que no son
perseguidas internacionalmente, y que muestran hasta qué punto tiene que estar
alguien desesperado para embarcarse en una odisea que, tras cientos, miles de
kilómetros de viaje ilegal en unas condiciones que sólo se pueden calificar de
medievales, acaban en una bote, una embarcación endeble, ruinosa, mísera,
condenada casi con toda probabilidad a acabar bajo el agua con parte de la
tripulación, que lucha para llegar a la ansiada costa europea, pero que en la
mayor parte de las ocasiones sólo es capaz de encontrar reposo en el fondo de
las aguas comunitarias, sin conocer el sabor de la arena de las playas
occidentales. La historia siempre es la misma y, en demasiadas ocasiones acaba
igual, con cuerpos apilados en playas de aspecto turístico, envueltos en
sábanas o telas que aparentan ser mortajas y apenas son el velo que nos impide
ver los rostros de la tragedia. Nos golpeamos con dureza cuando los muertos superan
cierto umbral (¿ocho?, ¿doce? ¿Veinte? ponga usted su propia barrera) pero al
cabo de los días el asunto se olvida, los cadáveres se entierran, o se queman,
qué más da, y mientras sigue el goteo individual de arribada a las costas la
inmigración desaparece por completo de nuestro punto de mira y del de nuestros
gobernantes. Y así hasta la siguiente tragedia que rompa la barrera
psicológica, llena de detalles escabrosos e historias humanas que sonarán a
oídas porque, en efecto, ya fueron reiteradas en el caso de la catástrofe
anterior, que quizá no recordemos.
Lo que ha sucedido en Lampedusa
es, como bien lo ha calificado el Papa Francisco, una vergüenza, pero aún más,
es algo evitable. La inmigración sólo cesará cuando el desarrollo económico y
la estabilidad social lleguen a los países de origen de los inmigrantes, pero
impedir que se ahoguen como ratas en el Mediterráneo es algo que está a nuestro
alcance. Y si la gente sigue muriendo en nuestras costas es porque, realmente,
no nos importa que fallezcan. Tenemos tecnología, medios y personal para
vigilar las aguas y rescatar a estas personas, para luego proceder a
retornarlas a su país o ver qué se hace con ellas. Pero dejarlas morir es
nuestra propia vergüenza, la manera que tenemos de expresar que nos da igual lo
que les suceda. Así de crudo.
Subo el fin de semana a Elorrio y me cojo el Lunes
como festivo. Hasta el Martes 8, sean muy felices!!!!
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