viernes, octubre 04, 2013

Nuestra vergüenza en Lampedusa


La inmigración es uno de los mayores y más complejos problemas de nuestro tiempo, al que sólo prestamos atención cuando se produce una tragedia que acaba trayendo cadáveres a nuestras costas. Sabemos que los intentos por llegar a Europa se producen a diario, pero no les prestamos atención, no nos interesan. Sólo si hay muertos, si las escenas recogen imágenes duras, la noticia logra saltar del anonimato de siempre a titulares, normalmente escondidos. Y es el número de muertos que se arraciman sobre la arena el que determina cuan grandes serán los tipos de letra utilizados para describir lo sucedido. Así de crudo.

Ayer Lampedusa se ganó las tipografías que hoy lucen las portadas de la prensa, porque el número de fallecidos en el hundimiento de la barcaza de inmigrantes que trataban de alcanzar las costas no se cuenta por unidades o decenas, sino por centenas. Una cifra de muertos espeluznante, que ha convertido a esa pequeña isla en un cementerio y que nos vuelve a colocar ante el drama de los que huyen de un mundo que se derrumba para alcanzar el ansiado paraíso. Seguro que los supervivientes del desastre de ayer cuentan las mismas historias que los náufragos individuales que son rescatados a diario, historias de miseria y guerra, de territorios y países que podemos localizar en el mapa, pero que apenas son nada más que unas rayas sobre el papel o una capital impresa en la pantalla de googlearth. En esos lugares la sociedad no existe, los debates no se centran en si subimos los impuestos uno o dos por ciento, o si el paro es mayor o menor, o si mi pueblo es más singular que el tuyo. No, en esos países la guerra el hambre son el (ausente) pan nuestro de cada día, y el objetivo de gran parte de la población durante el día es, básicamente, sobrevivir. Cada una de esas historias delata explotación, miseria, necesidad, engaño por parte de mafias que se lucran tanto como las de las drogas, a veces más, pero que no son perseguidas internacionalmente, y que muestran hasta qué punto tiene que estar alguien desesperado para embarcarse en una odisea que, tras cientos, miles de kilómetros de viaje ilegal en unas condiciones que sólo se pueden calificar de medievales, acaban en una bote, una embarcación endeble, ruinosa, mísera, condenada casi con toda probabilidad a acabar bajo el agua con parte de la tripulación, que lucha para llegar a la ansiada costa europea, pero que en la mayor parte de las ocasiones sólo es capaz de encontrar reposo en el fondo de las aguas comunitarias, sin conocer el sabor de la arena de las playas occidentales. La historia siempre es la misma y, en demasiadas ocasiones acaba igual, con cuerpos apilados en playas de aspecto turístico, envueltos en sábanas o telas que aparentan ser mortajas y apenas son el velo que nos impide ver los rostros de la tragedia. Nos golpeamos con dureza cuando los muertos superan cierto umbral (¿ocho?, ¿doce? ¿Veinte? ponga usted su propia barrera) pero al cabo de los días el asunto se olvida, los cadáveres se entierran, o se queman, qué más da, y mientras sigue el goteo individual de arribada a las costas la inmigración desaparece por completo de nuestro punto de mira y del de nuestros gobernantes. Y así hasta la siguiente tragedia que rompa la barrera psicológica, llena de detalles escabrosos e historias humanas que sonarán a oídas porque, en efecto, ya fueron reiteradas en el caso de la catástrofe anterior, que quizá no recordemos.

Lo que ha sucedido en Lampedusa es, como bien lo ha calificado el Papa Francisco, una vergüenza, pero aún más, es algo evitable. La inmigración sólo cesará cuando el desarrollo económico y la estabilidad social lleguen a los países de origen de los inmigrantes, pero impedir que se ahoguen como ratas en el Mediterráneo es algo que está a nuestro alcance. Y si la gente sigue muriendo en nuestras costas es porque, realmente, no nos importa que fallezcan. Tenemos tecnología, medios y personal para vigilar las aguas y rescatar a estas personas, para luego proceder a retornarlas a su país o ver qué se hace con ellas. Pero dejarlas morir es nuestra propia vergüenza, la manera que tenemos de expresar que nos da igual lo que les suceda. Así de crudo.

Subo el fin de semana a Elorrio y me cojo el Lunes como festivo. Hasta el Martes 8, sean muy felices!!!!

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