Pocas
veces en nuestra vida el cambio de estación ha supuesto una transformación más
radical de lo que entendemos como normal. Cierto es que lo que tenemos ahora no
es normalidad, y que esa expresión que apoda es esto de “nueva” es errónea en
su más profundo sentido, porque si es normal no es nuevo, y si es nuevo no es
normal, pero lo cierto es que con el final del estado de alarma se han derogado
una serie de normas que, vigentes desde el sábado 14 de marzo, condicionaban
completamente nuestra vida, las cumpliéramos o no. Y al más relevante de todas
ellas era la limitación de la movilidad, que desde ayer dejó de existir.
Muchos
convirtieron el domingo 21, la jornada que acabamos de dejar, en una versión
auténtica y plena de ese anuncio navideño de unos turrones cuyo lema es el de
“vuelve, a casa vuele, por Navidad”. En trenes y aviones, los menos, en coche
particular casi todos, miles de españoles se lanzaron fuera de sus casas a
horas intempestivas para hacerse grandes kilometradas, cerca de los mil en
algunos casos, para ver a sus seres queridos, con los que no contactaban
personalmente desde aquel aciago mediados de marzo en el que el mundo conocido
se nos derrumbó. A lo largo del día escenas idénticas, pero cada una de ellas
con una carga personal tan intensa como intransferible, se dieron en todo el
país. El nervio de salir de casa, de noche, camino a una carretera que hacía
meses no se pisaba, en un viaje que hasta entonces era casi rutina y ahora
tiene tintes de exploración. El sentir avanzar los kilómetros, dejando atrás el
lugar del confinamiento en el que, durante meses, se ha vivido, sufrido,
añorado, trabajado y pasado el tiempo entre paredes convertidas en partes de
uno mismo. Hacer una parada para repostar y estirar las piernas, y quizás tomar
algo, aunque seguro que más de uno ha intentado pegarse todo el viaje de una
tirada, de golpe, tratando de tardar lo menos posible, convirtiendo el tiempo
de espera, que se cuenta por meses, en una suma menor de segundos. Y llegar,
volver a ver los paisajes que uno asocia como suyos, donde en gran parte de
pasó la niñez que nunca se olvida, percibir lomas de montes, arrullos del mar,
eriales segados o cultivados, formas de edificios que tienen significados
privados que sólo uno es capaz de expresar, bajo cuyas sombras se aprendieron
por primera vez el significado de ideas como las de amor, cariño, amistad,
miedo, dolor, curiosidad, donde se empezó a aprender a vivir, eso que nunca se
acaba. Y llegar al barrio donde esperan los que ansiamos, a las casas, a los
pisos, a lo que cada uno tenga, a esas piedras en forma de hogar que son las
que sentimos como propias, y ver al dejar el coche que en la ventana están
ellos, o en el zaguán, o en la lonja, o en el mismo portal del bloque de pisos.
Y los abrazos. Miles, miles de abrazos se dieron ayer en todo el país, miles de
apretones de carne contra carne que están vivas, que sienten, duelen, padecen y
estremecen, miles de sensaciones de reencuentro como quizás no se habían vivido
nunca, miles de lágrimas de ojos que se volvían a ver, que ya no necesitaban una
pantalla para saber que la persona añorada estaba ahí, sino apenas unos
centímetros de aire para volver a contemplar las pupilas de aquellos a los que
su mirada buscábamos. Muchas de esas visiones fueron borrosas, por culpa de
esas mismas lágrimas que cegaban ojos, pero esos borrones eran más nítidos que
la más brillante e inmensa pantalla imaginable. Esos borrones eran auténticos,
y con su baja definición, lo alumbraban todo. Nada más hacía falta.
Habrá
hogares, muchos, en los que ese reencuentro no será pleno, porque ya no estarán
todos. En muchos se notará la pérdida de familiares, arrebatados por la maldita
enfermedad, seres queridos que se han ido en medio del desastre, a los que no
se pudo despedir de ninguna manera y que ahora ya son recuerdo de los vivos que
se reencuentran. A partir de hoy, además de muchas fiestas de encuentros
aplazados, se empezarán a desarrollar ceremonias de duelo que no pudieron
hacerse en su momento. Despedidas. Velatorios. Adioses aplazados que provocaron
la soledad más cruel entre los supervivientes de la pandemia. Eso también empezó
ayer, en lo que fue la auténtica Navidad de este no normal año 2020.
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