Fernando Grande
Marlaska fue uno de esos jueces estrella que tan de moda se pusieron hace unos
años. Ajeno al ego de otros, su fama vino por la seriedad de su trabajo y el
gran servicio que hizo a la democracia en la lucha contra el terrorismo etarra.
Suscitó elogios unánimes, excepto de los indeseables que contribuyó a
encarcelar. Su nombramiento como ministro de interior por Sánchez hace dos años
fue una sorpresa para casi todo el mundo y suscitó elogios reiterados, en un
movimiento que se vio tan audaz como moderno. Comenzaba Marlaska su mandato, al
frente de uno de los departamentos más feos de los que existen en el gobierno,
con un respaldo social unánime y toda la confianza posible.
En política dos años
pueden ser un milenio, y hoy la figura de Marlaska es una sombra de lo que fue,
destrozada por su necesidad de someterse a los designios de quien le nombró
para mantener el cargo. El acceso al poder no es neutro, exige servidumbres,
algunos están dispuestos a pagarlas, otros no. Son inmensa mayoría los
primeros. A cambio de un cargo de enorme responsabilidad, sueldo elevado (no
tanto) y la posibilidad de mandar y de dejar rastro en la historia, el poder
emborracha las mentes más preclaras y demuestra que, como sucede en bolsa,
ganancias pasadas no garantizan ganancias futuras. El caso Pérez de los Cobos
le estalló al ministro Marlaska hace un par de semanas y desde un primer
momento se vio bastante claro qué es lo que sucedía ahí. Más allá de posiciones
ideológicas de cada uno, Pérez de los Cobos, como superior jerárquico de la
Guardia Civil, se atuvo a lo que la jueza que instruye el caso del posible
papel de la manifestación del 8M en la propagación del coronavirus le ordenó,
de tal manera que, actuando como policía judicial, la cadena de mando
corporativa del cuerpo y del gobierno no podía influir en las decisiones de la
magistrada. El gobierno quería saber el contenido del informe que la Guardia
Civil había hecho en relación a ese asunto, para tratar de defenderse, y Pérez
de los Cobos se lo negó, porque no le quedaba otra que cumplir lo que la juez
determinaba. Entonces, ejerciendo su autoridad, la cadena de mando de Pérez de
los Cobos le cesó por no cumplir sus órdenes. Escándalo total. El caso llega a
los medios y la sospecha de que el cese se ha producido por venganza del
gobierno es tan obvia que incluso algunos de los medios más afines al gobierno
dudan, pero rauda y veloz la fábrica de argumentarios de Moncloa crea una
estrategia que es comprada por los suyos, que niega que ese caso e informe
tenga nada que ver en un relevo, que no es sino un proceso natural de
remodelación del cuerpo ante una nueva administración que ha comenzado su
andadura con el año. Otros ceses de altos cargos sumen a la Benemérita en un
estruendo mediático del que normalmente es ajena y ante el que se siente muy
incómoda. El ministro Marlaska opta por algo tan burdo como el pan y circo,
aprobando la equiparación salarial tan demanda y postergada por los políticos
de todo signo para acallar las voces críticas en el cuerpo, en una medida que
enseña hasta qué punto va a sacrificar su prestigio e imagen personal para
cubrir las espaldas de su jefe, quien le manda y a quien debe la obediencia y
el cargo que ocupa. La
filtración ayer de la causa real del despido de Pérez de los Cobos, la que
todos sabíamos, deja a Moncloa a los pies de los caballos. Pillado
en renuncio, Marlaska se sabe cazado pero se niega a entregar su cabeza, y
tira por la borda todo su prestigio para mantenerse en el cargo, en una actitud
tan humana, en la que el ego lo puede todo, como política y moralmente
reprochable. No lo sabe, no lo quiere admitir, pero Marlaska ya es pasado.
Es curioso que, en
apenas un par de semanas, hemos visto dos situaciones similares en dos naciones
y sistemas tan distintos como el británico y el nuestro. Allí ha sido Dominic
Cummings, que no es ministro, pero manda más que muchos de ellos, el pilado
saltándose las normas, y también su jefe se ha negado a cesarle. Johnson y
Sánchez saben que los atrapados por su falsedad son piezas de caza mayor, mucho
más que meros peones, y entienden que si ceden y hacen lo que deben, cesarles, aparecerán
como débiles. El orgullo les ciega, el poder les obnubila, y les hace ir de
error en error creyéndose inmunes ante los vulgares mortales que no tenemos
cobertura de fieles vasallos que ansían unas migajas de lo que cae de la mesa
en la que se reparten prebendas, cargos y nóminas. Así nos va a todos.
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