Casi como se apaga
una vela, sin apenas notarse, esta semana se han extinguido los aplausos de las
20 horas en mi barrio. El martes salí a la ventana y apenas éramos unos tres
contados los que los ejercíamos, y ya el miércoles no salí. Un vecino, a varios
portales de mi casa, sigue poniendo a esa hora un tema musical animoso durante
unos pocos minutos, pero ya suena sin el clap clap de fondo que lo acompañaba
desde el inicio de la pesadilla. Curiosamente, este aplauso a los sanitarios se
ha apagado a la vez que se les ha concedido el premio Princesa de Asturias por
su abnegada labor en esta crisis. No hay premio ni aplauso que pueda reconocer
lo que han hecho.
Fue en China, donde
todo empezó, donde también vimos crearse esta costumbre de vecinos animándose
desde los balcones de una encerrada Wuhan. Confinados en sus casas, sin que
desde aquí supiéramos exactamente qué era eso de estar confinados, veíamos
vídeos de vecinos que cantaban unos a otros, se mandaban mensajes y algunos,
también, aplaudían. Recuerdo que las primeras veces que lo vi por la tele me
parecía una imagen de lo más extraña “qué deben estar viviendo para que se
necesiten animar de esa manera” pensaba, en mi ingenuidad, en mi total
desconocimiento de lo que nos iba a llegar. Cuando el tsunami del virus llegó y
nos arrasó empezó la costumbre de salir a aplaudir, que ha sido seguida, en mi
barrio, por casi todos los vecinos. De salir a la ventana todos los días uno
veía quiénes eran más fieles y quienes menos pero, al menos para mi, eso no
significaba mucha cosa. Nunca he tenido espíritu de policía de balcón, como se
dice a hora, y la libertad de cada uno le permite hacer lo que quiera. Tampoco
conozco mucho a mis vecinos, lo admito, y dada la tipología de nuestros
pisitos, sin balcones, con ventanas paralelas a las fachadas, son los más
cercanos los que menos se ven y los que están algo más en frente a los que se
puede saludar con más efusividad y contemplar rostros y aspectos. Ya hace
varias semanas, al inicio de este desastre, escribí un artículo sobre cómo
eran, o cómo veía yo, a los vecinos del bloque de enfrente, y las vidas que
imaginaba cuando salían a aplaudir y mostraban sus viviendas y a ellos mismos.
Supongo que pensamientos similares se harían ellos respecto a mi y los que
ocupan los pisos anexos al mío, que durante todos estos meses se han comportado
como un patio comunal a las 20 horas. Ha habido suerte en mi barrio y no hemos
tenido vecinos especialmente animosos, de esos que en otros lugares han
transformado sus ganas de animar en ruido ensordecedor, convirtiendo el
vecindario en improvisadas pistas de baile o de cualquier otro tipo. Aquí el
aplauso sonaba a sincero, lleno, sin necesidad de alaracas ni efectos
especiales. El vecino que les comento que pone la música estará a unos cuantos
portales del mío, y se oye de manera clara pero no dominante, y no es amante de
temas ruidosos, sino de canciones de ánimo con un tono sentimental, por lo que
no ha creado problemas nunca. Cuando volvamos a la vida normal en la que, al
menos, nos reencontremos con los amigos de toda la vida, una de las cosas que quiero
que me cuenten en persona es cómo eran sus aplausos de las 20, cómo se
desarrollaban, de qué manera sonaban y cómo el sonido fue cambiando con el
tiempo, si lo hizo. Si se notaban semanas de aplauso animado y otras en las que
las manos se golpeaban por rabia y pena, no por estímulo. Como esa banda sonora
de cada día describía el ambiente de los que, junto a ellos, viven.
El inicio de la hora
de los paseos de tarde fue el primer momento en el que el aplauso empezó a
decaer. Se notaba, al coincidir horarios, que muchos salían de casa nada más
tocar las señales horarias, y algunas ventanas que siempre se abrían empezaron
a permanecer cerradas. Ha sido un proceso de apagado progresivo, natural, como
de hojas de otoño que caen hasta que, llegadas las últimas, dejan el árbol
desnudo en sus ramas. Ha sido bonito mientras ha durado, y su causa fue una de
las peores tragedias que nos ha tocado vivir. Ojala nunca hubiéramos tenido que
salir a aplaudir a nadie.
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