viernes, junio 05, 2020

El final de los aplausos


Casi como se apaga una vela, sin apenas notarse, esta semana se han extinguido los aplausos de las 20 horas en mi barrio. El martes salí a la ventana y apenas éramos unos tres contados los que los ejercíamos, y ya el miércoles no salí. Un vecino, a varios portales de mi casa, sigue poniendo a esa hora un tema musical animoso durante unos pocos minutos, pero ya suena sin el clap clap de fondo que lo acompañaba desde el inicio de la pesadilla. Curiosamente, este aplauso a los sanitarios se ha apagado a la vez que se les ha concedido el premio Princesa de Asturias por su abnegada labor en esta crisis. No hay premio ni aplauso que pueda reconocer lo que han hecho.

Fue en China, donde todo empezó, donde también vimos crearse esta costumbre de vecinos animándose desde los balcones de una encerrada Wuhan. Confinados en sus casas, sin que desde aquí supiéramos exactamente qué era eso de estar confinados, veíamos vídeos de vecinos que cantaban unos a otros, se mandaban mensajes y algunos, también, aplaudían. Recuerdo que las primeras veces que lo vi por la tele me parecía una imagen de lo más extraña “qué deben estar viviendo para que se necesiten animar de esa manera” pensaba, en mi ingenuidad, en mi total desconocimiento de lo que nos iba a llegar. Cuando el tsunami del virus llegó y nos arrasó empezó la costumbre de salir a aplaudir, que ha sido seguida, en mi barrio, por casi todos los vecinos. De salir a la ventana todos los días uno veía quiénes eran más fieles y quienes menos pero, al menos para mi, eso no significaba mucha cosa. Nunca he tenido espíritu de policía de balcón, como se dice a hora, y la libertad de cada uno le permite hacer lo que quiera. Tampoco conozco mucho a mis vecinos, lo admito, y dada la tipología de nuestros pisitos, sin balcones, con ventanas paralelas a las fachadas, son los más cercanos los que menos se ven y los que están algo más en frente a los que se puede saludar con más efusividad y contemplar rostros y aspectos. Ya hace varias semanas, al inicio de este desastre, escribí un artículo sobre cómo eran, o cómo veía yo, a los vecinos del bloque de enfrente, y las vidas que imaginaba cuando salían a aplaudir y mostraban sus viviendas y a ellos mismos. Supongo que pensamientos similares se harían ellos respecto a mi y los que ocupan los pisos anexos al mío, que durante todos estos meses se han comportado como un patio comunal a las 20 horas. Ha habido suerte en mi barrio y no hemos tenido vecinos especialmente animosos, de esos que en otros lugares han transformado sus ganas de animar en ruido ensordecedor, convirtiendo el vecindario en improvisadas pistas de baile o de cualquier otro tipo. Aquí el aplauso sonaba a sincero, lleno, sin necesidad de alaracas ni efectos especiales. El vecino que les comento que pone la música estará a unos cuantos portales del mío, y se oye de manera clara pero no dominante, y no es amante de temas ruidosos, sino de canciones de ánimo con un tono sentimental, por lo que no ha creado problemas nunca. Cuando volvamos a la vida normal en la que, al menos, nos reencontremos con los amigos de toda la vida, una de las cosas que quiero que me cuenten en persona es cómo eran sus aplausos de las 20, cómo se desarrollaban, de qué manera sonaban y cómo el sonido fue cambiando con el tiempo, si lo hizo. Si se notaban semanas de aplauso animado y otras en las que las manos se golpeaban por rabia y pena, no por estímulo. Como esa banda sonora de cada día describía el ambiente de los que, junto a ellos, viven.

El inicio de la hora de los paseos de tarde fue el primer momento en el que el aplauso empezó a decaer. Se notaba, al coincidir horarios, que muchos salían de casa nada más tocar las señales horarias, y algunas ventanas que siempre se abrían empezaron a permanecer cerradas. Ha sido un proceso de apagado progresivo, natural, como de hojas de otoño que caen hasta que, llegadas las últimas, dejan el árbol desnudo en sus ramas. Ha sido bonito mientras ha durado, y su causa fue una de las peores tragedias que nos ha tocado vivir. Ojala nunca hubiéramos tenido que salir a aplaudir a nadie.

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