Tengo una caldera de
gas vieja, pero operativa, que hace su servicio sin aparentes problemas, y que
pasa las revisiones obligatorias cada vez que le toca. El agua caliente que
suministra es más que suficiente para mis necesidades, y cada ejercicio me
planteo cambiarla por una nueva, pero acabo olvidando la idea, como tantas
otras, en el fragor del día a día y llega el momento de la revisión, aparece el
técnico de turno, opera como es debido y me vuelve a dar vía libre para que la
use sin problema alguno. Quizás lo del relevo sea una cuestión que deba
eliminar del almacén de ideas olvidadas o no tenidas en cuenta, ya veremos.
El que vino ayer a casa
a efectuar la revisión era un chaval joven, con tatuajes en los brazos, moderno
en su aspecto, de no demasiadas palabras mientras realizó la labor de peritaje.
Era inevitable que, comentando una cosa u otra, saliera el tema de la pandemia
que estamos sufriendo y sus consecuencias, y resultó que me encontré con el
primer negacionista que he conocido sobre este asunto, aunque dado su discurso
me temo que también lo sería sobre otros temas. Decía que esta enfermedad, como
todas, es producto de nuestra mente, que si nos creemos todo lo que vemos y
oímos nos sentiremos débiles, bajarán las defensas y caeremos enfermos de
cualquier cosa que esté por ahí, sea este virus y otra cosa. El virus, según
él, no es dañino, lo es la confusión de ideas y el miedo que genera. Y claro, las
vacuna que espera la gente para curarse no es sino una gran operación de imagen
de los gobiernos y un gran negocio para quienes la fabriquen. El chico hablaba
pausado, nada histriónico, sin aspavientos, pero con un discurso tan tóxico
como peligroso, y no tardé mucho en darme cuenta de que lo más peligroso que
había en esos momentos en mi enana cocina no era una posible futura fuga de gas
producto de una caldera estropeada, sino unas ideas erróneas ancladas en la
mente de una persona. Como la visita era corta por necesidad y el chico tenía
otros clientes a los que visitar en su jornada de trabajo opté por no rebatir
en exceso los argumentos que exponía, y dejé que se explaya, mientras poco más
decía yo a parte de vagas afirmaciones como “bueno, eso no es exactamente así”
pero sin ánimo de discutir. Me comentó que una tía suya había estado
hospitalizada por el virus, varias semanas, con neumonía bilateral, y que
afortunadamente había sobrevivido, pero que le habían quedado algunas secuelas
pulmonares. Según él ella era el claro ejemplo de persona somatizada por lo que
veía, y que eso le había debilitado, y que la respuesta del cuerpo ante el
derrumbe de defensas y la angustia era, en ese caso, esa enfermedad como
hubiera podido ser cualquier otra. Pensé por un momento en cómo argumentar algo
a la contra que pudiera ser mínimamente sólido teniendo en cuenta que, ante
semejante evidencia, vivida en primera línea de su familia, el chico no había
hecho otra cosa que reafirmarse en sus ideas preconcebidas, pero finalmente
decidí dejarlo pasar y arrojé mi visión científica y racional a ese cajón de
las ideas abandonadas en aras de no tener una discusión que no tenía ganas ni
ánimo de plantear. Los testeos a la caldera resultaron satisfactorios y la revisión
concluyó sin incidencia alguna, como suele ser habitual.
“Cuando salga la vacuna
no me la voy a poner, por supuesto, será otro engaño al que nos quieren someter”
decía el chico todo firme en sus planteamientos. Quizás haya un porcentaje de
la población para el que la realidad es ya algo que no entra dentro de sus
mentes, y que da igual lo que suceda, que nada alterará su visión de la vida y
cómo creen que son las cosas. Para evitar el peligro, para ellos y para todos
los demás, que supone que esas personas se nieguen a vacunarse, lo mejor que
podemos hacer cada uno de nosotros es vacunarnos y forzar a todo nuestro
entorno, a todo, a todo, a todo, a que también lo haga, y que no sea por
nosotros que la enfermedad, física o ideológica, se extienda.
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