Este sábado volví a
darme una vuelta por el centro de Madrid para ojear libros, comprar algunos y,
de paso, ver el ambiente que dominaba la ciudad en una fase dos avanzada. Me
encontré con calles muy alejadas del vacío que vi hace semanas, no con el
bullicio típico de toda la vida, pero sí con movimiento, tráfico y gente por
todas partes. Colas delante de las tiendas de ropa, que se me antojan como algo
tan incomprensible como la fiebre del papel higiénico al inicio del
confinamiento y una sensación de engorro cada vez que uno accede a comprar a
cualquier sitio, obligado a usar geles hidroalcohólicos y guantes desechables
que al poco se convierten en una montaña de desperdicios.
Y sobre todo me
encontré con ojos, miles, millones de ojos. La mascarilla, que era llevada por
casi todo el mundo, cercena el rostro y lo convierte en apenas un par de ojos
que son la única seña distintiva de lo que antaño era una cara. La pérdida de
expresión fácil de aquellos que nos rodean es enorme, y pese a que en algún
caso la mascarilla se lleva mal y se ve la nariz, es casi imposible volver a
contemplar la boca y, en general, el rostro de la persona con la que uno se cruza.
Esto es especialmente forzado en el metro, donde lleva mascarilla casi hasta el
propio tren. En vagones más o menos llenos sólo pares de ojos existen, se ven y
al hablar, se miran como queriendo suplir con la expresión de sus órbitas lo
que el resto de la cara ya no puede ofrecer. Trataba de descubrir, de alguna
manera, en aquellas personas que iban solas, qué sensación podían ofrecer de su
cara y sentimiento, pero era completamente imposible. A veces los ojos están
abiertos, sí, pero no dicen nada, y se limitan a ver y ser vistos sin ofrecer
respuestas ni sentimientos. Cierto es que en otras ocasiones son luceros que
deslumbran, ojos que ya antes dominaban opresivamente el resto de facciones de
un rostro que, bello o no, era sometido a la fuerza de un par de figuras que
era imposible no dejar de mirar. Ahora ese efecto se intensifica, y en general
todos los ojos ganan en presencia e intensidad, supongo que incluso los que los
tenemos normalitos y llevamos gafas, cosa que en parte los cubre. Para los que
no somos guapos la mascarilla supone un nivelador de belleza a la baja, oculta
parte de nuestros defectos y cubre las ventajas de otros, de tal manera que la
dictadura de la cara guapa se ve rebajada en aras de un rostro cercenado,
proscrito en parte. Y que quieren que les diga, es una pena, porque la belleza
en sí misma posee un valor que redime, que ayuda y aporta. Uno que no lo es
necesita contemplar belleza a su alrededor, y ver los rostros cubiertos con
mascarillas supone una agresión a la idea de belleza que domina nuestro
imaginario. Quizás en zonas en las que el niqab o el burka sean omnipresentes
estén acostumbrados sus habitantes al opresor efecto que estas prendas suponen
sobre el rostro femenino, delatando exteriormente la cárcel en la que vive la
mujer en esas zonas del mundo, pero estar en un vagón, o en una tienda, y ver a
todo el mundo enmascarillado es sentirse también algo oprimido. Conversar con
dependientes que a uno le atienden y no ver más que sus ojos y no ser capaz de
captar expresiones es frustrante. Lo llevaba experimentando cada semana cuando iba
al súper a hacer la compra, y este sábado tuve una sobredosis de incomprensión
visual, de frontón frente al que mi mirada rebotaba y no era capaz de intuir
expresiones, sentimientos, nada más que ojos, voces disimuladas tras la tela y
rostros proscritos, como de un mundo que ha perdido parte de su ser. Es algo
que se me antoja perturbador, digno de la no normalidad en la que nos hemos
instalado.
Mirar a un
desconocido a los ojos puede ser un acto violento, de usurpación, incluso de
acoso. Me gusta hacerlo cuando hablo con alguien, me parece lo natural, pero en
lugares donde no conoces a alguien, como por ejemplo en un vagón de metro,
donde mirar a la cara puede ser problemático, ahora sólo los ojos son los que
pueden ser visto del rostro de los demás pasajeros, y apuntar a ellos
directamente, con la pérdida de expresión que padece su rostros y el de uno
propio, puede convertirse en algo agresivo, Acabaremos todos fijándonos en el
suelo, poniendo nuestros ojos en la nada para que ni se crucen con otros,
llevando la distancia social a miles de kilómetros virtuales, donde los innumerables
ojos no se vean unos a otros.
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