Poco a poco las
revueltas raciales en EEUU entran en una fase de tranquilidad en la que los
saqueos y disturbios son casi inexistentes y la movilización popular enorme. Se
han levantado los toque de queda en gran parte de las ciudades y las fuerzas
militares que fueron llamadas por Trump para sofocar el caos están siendo
retiradas. Empiezan a tomarse medidas al calor de las protestas, alguna de ellas tan
absurda como la disolución del cuerpo policial de Minneapolis, cosa que será
festejada por los delincuentes de todo tipo y condición (y color) que existan
en la ciudad. ¿No sería más lógico arreglar la policía que deshacerla? Pues sí,
pero como eso exige mucho más trabajo y esfuerzo se opta por un camino absurdo
y populista.
Estas medidas y el
papel de la policía en aquel país me ha hecho recordar que ver The Wire es una
de las cosas que he hecho durante el confinamiento. Le pedí los DVD a mi amigo
JLRC porque preveía una estancia larga en casa, de unos dos meses (acabarán
siendo tres) y tenía ganas de ver la que dicen es la mejor serie de la
televisión. Y es buena, muy buena. Sobre el tema que nos importa, The Wire dice
mucho, tanto por el hecho de que sea la policía, en este caso de Baltimore, la
que protagoniza la serie como por la crudeza con la que retrata el devenir de
su trabajo y de lo que tiene en frente, en forma de cárteles locales de
narcotraficantes, en los que predomina la gente negra en la dirección y trapicheo.
No es el racismo el tema de fondo de la serie, pero sí aparece en todo momento
un nivel de violencia en la sociedad mucho más alto que el que existe en
cualquier ciudad europea, una violencia de la que son partícipes todos los
miembros de la comunidad, y que se ve alimentada por la inmensa facilidad con
la que en aquella nación se accede a la posesión de armas. Desde críos las
pistolas de verdad suplen a los palos y dedos que simulan ser gatillos, y se
usan con una contundencia y desparpajo que asombran. Sobra armamento por todas
partes y cualquier banda tiene suficiente arsenal a su cargo como para montar
una pequeña guerra. La policía lo sabe, y por eso ante la duda primero dispara
y luego pregunta, carece de remilgos a la hora de utilizar una violencia de la
que, se supone, es la única poseedora y de la que es garante de que no sea
utilizada por nadie más, pero lo que vemos, capítulo a capítulo, no es sino una
recreación de una guerra a baja intensidad, en este caso alimentada por las
drogas y su enormes flujos financieros, en la que los disparos y la violencia
no cesan, y se cargan personajes de una manera más o menos constantes. Ese
nivel de violencia se da en cualquiera de las ciudades de EEUU de una manera
que, vista desde Europa, es directamente incomprensible, y alienta
comportamientos matonistas por parte de los agentes de la autoridad para, con
la excusa de defenderse del ambiente en el que trabajan, ejercer un poder que
se les puede ir de las manos con mucha facilidad. Los episodios de abuso
policial en EEUU son el pan nuestro de cada día, y no sólo afectan a personas
negras. Esta vez hemos visto casi en directo el ejercicio de ese abuso en la
persona de Floyd, que casi ha sido ejecutado en directo delante de nuestros
ojos, pero a diario son decenas, cientos, los tiroteos que se producen en
aquella nación en los que fuerzas del orden y delincuencia se enfrentan en una
batalla que posee grados de dureza que no somos capaces de imaginar. El pasado
fin de semana, en Chicago, fueron cincuenta los tiroteos que se produjeron y
diez las personas asesinadas a cuenta de ellos, en una ciudad que es grande,
sí, pero que posee unas tasas criminales comparables a naciones europeas
completas, y de las grandes. Ante esta perspectiva el trabajo policial se
convierte en algo muy distinto a lo que estamos acostumbrados a imaginar y las
posibilidades de que los cuerpos se perviertan son, la verdad, muy altas.
En la serie se
reflejan muy bien las tensiones que existen dentro del propio cuerpo de policía,
entre agentes más civilizados y otros amantes de la violencia para imponer
justicia, la precariedad de medios y como el cuerpo usa su poder para influir
en los presupuestos públicos y conseguir así dotarse de más recursos, tratando
de arañar a otras partidas de gasto reguladas por una institución, en este caso
la alcaldía, sumida en una casi constante quiebra y carente de autoridad moral.
No explica The Wire el racismo ni cómo arreglarlo, pero sí retrata una sociedad
que tiene un enorme problema en su interior, y los problemas así no se arreglan
con medidas simples, ni mucho menos. Exigen reflexión profunda, eso que en
estos tiempos se persigue con la misma saña con la que se actúa contra un negro
que porta un billete falso.
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