Mañana se cumplirá el vigésimo aniversario de los sádicos atentados terroristas de Nueva York y Washington, que destruyeron las Torres Gemelas del World Trade Center, causaron miles de muertos y una conmoción internacional cuyo eco aún retumba en nuestro tiempo. Será un día de homenaje a las víctimas de esa masacre, de recuerdo a los suyos y a los miles que trabajaron en su salvación, no pocos de ellos fallecidos por respirar el tóxico humo que se generó en el incendio y colapso de aquellos gigantes. En su lugar, ahora, hay dos huecos en los que cae agua que cubren el espacio de lo que fueron los edificios, pero sobre todo reflejan el vacío que aquella jornada generó en tantos y tantos en todo el mundo.
Este aniversario va a ser especial porque se produce apenas unos días después del fin de la retirada norteamericana de Afganistán, retirada que puede ser sustituida como sustantivo por derrota. EEUU declaró la guerra a esa nación por ser la que alojaba a Bin Laden, organizador del infame atentado, y tras veinte años de ocupación militar sobre el terreno, los talibanes celebrarán mañana la inauguración de su nuevo régimen de opresión, una especie de versión 2.0 del que existía en ese recóndito país el día en el que las torres fueron derribadas. Dice el bolero que veinte años no son nada, y esa es exactamente la sensación que cunde entre no pocos al ver como los esfuerzos que se concitaron tras la masacre apenas se ha traducido en nada. Los que apoyaron ese atentado siguen al mando de sus naciones, los que lo organizaron y promovieron ya están muertos, empezando por el propio Bin Laden, que yace en el fondo del Índico, en un lugar no determinado, pero la maraña de integrismo islamista que se encontraba detrás de semejantes acciones ha demostrado, a lo largo de estas décadas, no sólo su capacidad destructiva, sino una plasticidad a la hora de adoptar formas de combate y resistencia inversamente proporcional a la rigidez mental que anida en las mentes de sus reclutas y seguidores. Al Queda ha ido perdiendo fuerza como movimiento frente a DAESH, una encarnación del califato integrista en la que se junta lo peor de lo peor, en doctrina y violencia, que ha promovido atentados en medio mundo, empezando por las propias sociedades islámicas, y que llegó a proclamar un califato del terror en el marasmo de la guerra de Siria que elevó a cotas no imaginadas el sectarismo y crueldad de sus actos. Hoy la vanguardia islamista vuelve a estar en manos de los talibanes y, en la sombra, grupúsculos que pertenecen a ese DAESH, que se reorganizan y cuentan con células militarizadas en zonas principalmente de Afganistán, Pakistán, en lo que antes fue Siria y en gran parte del Sahel africano, principalmente. El control de la seguridad de estos grupos es una prioridad para los países en los que anidan, pero los gobernantes de estas naciones buscan, sobre todo, que el islamismo no les ataque a ellos, dándoles bastante igual si decide atacar a terceros países, sobre todo si son occidentales. La estrategia de las células durmientes occidentales, que tan exitosas fueron en masacres como las perpetradas en Londres, Madrid, París, Bruselas o Barcelona, vuelve a estar en el ojo de las policías y servicios de inteligencia de todo el mundo, sabedores que la derrota en Afganistán ha supuesto, sin duda, una gran dosis de moral renovada para todos los que planean actos malvados en nombre de ese islamismo asesino. El riesgo de atentados en occidente ha crecido mucho tras lo sucedido este verano en Kabul y su entorno, y aunque es muy difícil saber cómo y cuándo se podrían materializar, lo cierto es que nadie duda de que los intentos de ataque crecerán y la seguridad colectiva se verá comprometida. Sea cual sea la óptica desde la que uno analice el tema, la sensación de vuelta a una casilla próxima a la de salida resulta casi inevitable. No es exactamente así, pero el peso de esa sensación abruma, y sí, también deprime.
En EEUU el desastre afgano ha llenado al país de dudas y preguntas carentes de respuesta directa. Como principal responsable de las operaciones de combate, y siendo la nación que más soldados ha sacrificado por ello, el por qué que se preguntan las familias de los caídos en las montañas afganas resuena en toda la nación en medio de un silencio avergonzado. Para qué han servido dos décadas de sacrificio de tantos, para acabar siendo retirados del terreno de una manera tan humillante y contemplar la vuelta al poder de los adversarios de antaño. El aniversario del 11S de mañana será muy triste, lleno del habitual dolor de esta fecha, pero sumido en una sensación colectiva de fracaso ante la que los líderes de ese país, presentes y pasados, debieran hacer frente.
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