Esta pandemia de coronavirus es una mierda. Nada hay de bueno en ella, salvo cuatro marcas de vacunas. Sólo genera dolor, destrucción, ruptura, desasosiego, muerte y secuelas. Miles, millones de personas en todo el mundo han visto deshechas sus vidas y proyectos por culpa de este maldito virus. Y ni se sabe cuántas, afectadas por otro tipo de enfermedades, se han visto perjudicadas por la aparición de un mal que ha deshecho gran parte de nuestro sistema sanitario, ha convertido la medicina preventiva en un oxímoron y arrasado con los sistemas de atención primaria y de gestión hospitalaria. A ellos el covid les ha supuesto otro obstáculo a añadir a los que ya cargaban, algunos insoportables, no pocos imposibles.
Este pasado viernes, a los 27 años, fallecía Olatz Vázquez, periodista vizcaína, por culpa de un cáncer gástrico. 27 es la edad maldita a la que tantas estrellas de la música o el cine se han ido de este mundo con la inestimable ayuda de sus excesos. No es este el caso de Olatz, aunque ha querido la casualidad de que se una a la nómina de ilustres asociados a esa edad de fallecimiento. Olatz sufrió el cáncer desde tiempo antes de que realmente se lo detectasen, tenía molestias y dolores que eran crecientes y le alarmaban, pero le decían que era joven y que no podía ser grave, que no se preocupara. Cuando ya consiguió cita para que le hicieran pruebas de verdad estalló la pandemia y esas citas se pospusieron varios meses, en medio del encierro y la pesadilla general. Cuando se pudo hacer las pruebas el diagnóstico era tan evidente como cruel, Cáncer, un maldito cáncer, de los agresivos, de los que se extienden con rapidez. Olatz se derrumbó, lloró, maldijo su suerte y su destino. Se vio impotente ante un diagnóstico que muchas veces no es sinónimo de muertes, pero en demasiadas ocasiones resulta ser el anticipo más cercano. Optó por no esconderse, por relatar su padecimiento. En tiempos de postureo en las redes, de exaltación de una felicidad banal, falsa y aparente, de chulear de pose y forma, Olatz empezó a colgar fotos en blanco y negro de cómo su cuerpo, que nunca fue orondo, se iba transformado en una espiga carcomida por el tumor que se desarrollaba en su interior. Contaba sus dolores, sus sesiones médicas y lo deshecha que salía de ellas. Mantenía algo de esperanza, pero en ningún momento se autoengañaba, no se permitía caer en la banalidad que nos impulsa por doquier na abandonarnos en un pensamiento mágico falaz. Sus fotos empezaron a coger relevancia, y en una sociedad que aparta el dolor, el sufrimiento, que casi celebra que la vejez sea arrasada por el virus, que sólo festeja y que esconde lo que no quiere ver, el testimonio de Olatz era de una valentía y, por qué no decirlo, de una transgresión insoportable. Nos ponía a todos delante del espejo de lo real, como queriendo recitar una versión digital de ese mantra medieval que viene a decir, impreso en los cementerios, que como los que ahí se encuentran acabarás tú, visitante de entre los vivos. Manteniendo un sentido de la estética innato, para el que estaba dotada, de una mirada profunda y carácter recio, sus imágenes no estaban destinadas a provocar compasión, a que pensáramos “pobrecita”, sino a narrar una realidad, que es la que le tocaba a ella en ese momento. Si la enfermedad no hubiera existido Olatz seguiría siendo las imágenes que tomara, probablemente muy mal pagadas por los medios quebrados medios de comunicación de nuestro tiempo, pero tan llenas de contenido y sinceridad como las que acabó sacando de sí misma, porque es lo que tocó vivir. No se sintió estigmatizada por tener cáncer, porque eso no es ningún estigma, ni porque su cuerpo se desmoronase, porque es lo que les va a pasar a todos nuestros cuerpos antes o después. Vio la realidad con sus ojos y decidió dar testimonio de ella, sin censuras, sin tapujos, sin heroísmos, llena del miedo natural que supone el ver como la vida se te va y nada puedes hacer para evitarlo. En sus fotos Olatz nos preguntaba sobre lo más profundo de nuestra existencia, su finitud. Y eso generaba incomodidad en muchos. Y por ello era aún más importante que reiterase la pregunta hasta el final.
Durante este tiempo de convalecencia, tratamientos y espera, Olatz ha destrozado por completo toda la basura de autoayuda barata que nos envuelve en el día a día, de la mística del luchador frente a la enfermedad a la que gana, cuando la cura depende de la medicina y sus avances, y del complejo que tanta palabrería crea para culpabilizar al paciente de lo que sucede, de tal manera que el vendedor de humo siga siendo respetado por la sociedad hedonista a la que place su discurso, tan falso como peligroso. El testimonio de Olatz es el de la vida real, que también incluye la muerte. Su familia y allegados han pasado meses horribles, como ella, y ahora lloran su pérdida. Mi más profundo abrazo a todos ellos y el recuerdo a una mujer noble, que llenaba más que cualquiera de las millones de falsas imágenes que nos aturden en nuestro día a día.
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