Ayer, a los 75 años, víctima de una enfermedad que desconocía que padeciera, falleció Joseba Arregi, exconsejero de cultura del Gobierno Vasco, bajo cuyo mandato se produjeron las negociaciones y acuerdo que permitió que la fundación Guggenheim recalase en Bilbao, en una operación que fue vista por muchos como una bilbainada sin fundamento. Yo estaba entre los equivocados. Sólo por eso la figura de Arregi merecería ser recordada, pero la verdad es que su trayectoria y compromiso ético son tan inmensos que, a su lado, la mole del museo que se alza junto a la ría no es sino una modesta casa y el titanio que la envuelve, frágil yeso ante la solidez del pensamiento y el valor que Arregi ha demostrado a lo largo de su vida.
De familia nacionalista vasca de toda la vida, estudió teología en Alemania, siendo el clásico producto de la estirpe sabiniana que mezcla religión y patria de una manera indisoluble, y con ese discurso jesuítico que tan válido es para la compasión como para enmascarar una cómplice cobardía. Asciende en los cargos del PNV y, como les señalaba, llega a consejero de Cultura, una cartera con importancia en el Gobierno Vasco, dada la obsesión por el adoctrinamiento que practica el ejecutivo nacionalista. Arregi vive una realidad que choca con la ideología que ha mamado y considerado como propia desde el inicio de su existencia. ETA mata y sus acólitos amenazan amparados en el discurso nacionalista que todo lo impregna, y el PNV juega a dos barajas de manera constante, mostrando una cara compungida ante la violencia y otra tanto de comprensión como de recogida de beneficios, en forma de esas nueces que tan bien describió el sectario Arzallus. Arregi no puede con ello, ve el dilema y, frente a otras posturas cobardes, que escogen la buena vida que da el poder a cambio de la sumisión, se revuelve. A su estilo, sin bronca alguna, con el estilo jesuítico al que me refería, sin altisonancias, pero con una firmeza que nace de su propio compromiso ético. Es consciente de que el nacionalismo está en la base de la violencia etarra, que ETA no es sino la expresión maximalista, violenta y salvaje de una doctrina que se basa en la concepción de la sociedad como unos, los puros, frente a los otros, los impuros. Arregi es consciente de que el mero silencio del sustrato social nacionalista moderado ante los crímenes de ETA y su entorno es una de las mayores fortalezas con las que cuenta la banda asesina para mantener su actividad, y decide combatir de la única manera que sabe y que es capaz, con la palabra. Empieza a escribir artículos en los que denuncia la deriva absoluta en la que ha caído el nacionalismo de un PNV ensimismado por el poder y anestesiado de toda ética, inmune al dolor que causa el terrorismo. Pone a las víctimas como su referente y en todo momento les respeta, defiende, arropa y consuela, en unos años, no hace tantos, en los que ser asesinado por ETA suponía el dolor infinito de la muerte del ser querido y el rechazo social por parte de vecinos e instituciones, que mostraban afecto a los asesinos y manchaban la imagen de las víctimas y sus familiares. En un contexto en el que ETA practica la llamada “socialización del terror” (matar a todo el que pueda) y el poder nacionalista, encabezado por Ibarretxe, muestra una sintonía total con los objetivos últimos de la banda, Arregi se erige como un faro, como una de las escasísimas voces del mundo nacionalista que denuncia lo que sucede. Su imagen en ese mundo es degradada, sus contactos le evitan, su actitud es vista con desprecio por los que antes le consideraron de los suyos, y sabedor de que su postura le saldría cara, Arregi no cesa en su empeño, y mantiene el pulso ético. Junto a voces como Savater, Azurmendi, Ibarrola, Rekalde, Montero, y otras, no muchas, Arregi se erige en una de las plumas que, desde las páginas de El Correo, denuncia la involución social que vive la sociedad vasca, la enfermedad de desprecio, olvido y complicidad que la devora, y que permite a la serpiente etarra seguir matando y sembrando el miedo. Nunca callará aunque el miedo le cerque, nunca dejará de denunciar la deriva de una ideología que fue la suya, y en la que sólo encuentra ya hostilidad, rencor y furia.
ETA acaba desapareciendo por la valiente y tenaz actuación de la policía y demás fuerzas de seguridad, y la oposición social de una parte de la sociedad vasca, que es capaz de sacudirse el miedo y salir a la calle a denunciar el terror sectario, pero la derrota de ETA no es la de sus miembros e ideología, que hoy mismo, 2021, es vista con admiración por no pocos, que aún festejan la salida de las cárceles de asesinos, a la manera en la que los neonazis celebrarían que uno de los suyos volviera para colgar su esvástica en balcón de su casa. Hasta el último día Arregi ha estado escribiendo en contra de esa podredumbre moral que, con tanta intensidad, ha arraigado en la sociedad vasca. Hasta el último día Arregi ha estado con las víctimas, ayudándoles en todo lo posible. Hasta su último día, Arregi ha sido una luz en medio de la larga noche del terrorismo nacionalista vasco. DEP
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