Ayer se hizo pública la conversación telefónica mantenida a lo largo de la tarde, hora europea, entre Macron y Biden, que suavizó las disputas surgidas en la llamada “crisis de los submarinos” y concluyó con la decisión francesa de que su embajador retornara a Washington, de donde había sido llamado, por primera vez en la historia, como protesta ante el acuerdo Aukus y la ruptura de los contratos que Australia tenía con la industria militar naval francesa. Se puede decir que, diplomáticamente, esta disputa ya ha sido subsanada, pero el problema de fondo sigue ahí, y la sensación de que el Atlántico se ensancha no deja de crecer.
En la misma tarde en la que se producía esa llamada, Biden se reunía con Johnson en la Casa Blanca, dejando a las claras cuáles son los socios de primera y los de segunda para EEUU. Biden fue acogido con la mayor de las esperanzas en las cancillerías europeas, y en medio mundo, tras los años de Trump, en los que el fondo y las formas de la presidencia norteamericana degeneraron mucho. La llegada del demócrata era una vuelta a la normalidad en lo institucional y personal. Diez meses después de la victoria electoral del anciano Joe la realidad es bastante más complicada y no se puede disimular con los sesgos ideológicos que uno porta y que hace ver a muchos, con el simplismo atroz que ahora nos domina, que todo lo republicano es maligno y todo lo demócrata excelso. Dejando a un lado lo personal, donde, en efecto, no hay color, y Biden brilla frente a la necedad del comportamiento de Trump, muchas de las políticas de fondo se mantienen iguales en la pasada y en la presente administración norteamericana, y en lo que hace al papel de los europeos continentales a sus ojos, nuestra irrelevancia es la misma. Las formas son distintas, si, pero decisiones como el proceso de salida de Afganistán o el Aukus han sido tomadas con una unilateralidad pasmosa que, de haber sido ejercidas por Trump, habrían supuesto que los gritos de la prensa y otros medios internacionales (y nacionales) se escuchasen incluso más que los estallidos del maldito volcán de La Palma. Muchos, anestesiados por sus sesgos, e muerden la lengua para no escribir las duras condenas que se hubieran narrado si Trump hubiera estado en el poder en una situación como el desastre afgano. Hubiéramos visto lo mismo, la misma humillación, el mismo fracaso, pero los articulistas, que sí han coincidido en usar esos términos, hubieran cargado con fiereza contra el magnate. Y, por cierto, con toda la razón. Si fuese la firma de Trump la estampada en un acuerdo exclusivamente anglosajón la causante de la ruptura del acuerdo comercial francés hubiéramos visto, con elevada probabilidad, manifestaciones en los bulevares de París con muñecos de pelo anaranjado insultando a la presidencia norteamericana y cargando contra todo lo que parecieran barras y estrellas. En política migratoria vemos que la administración Biden deporta con igual discreción que la Trump a migrantes que huyen de desastres como el de Haití, que se hacinan bajo puentes en la frontera de México con el imperio, y que en algunos casos son cazados a caballo casi con lazo, como acostumbraban en las películas del oeste a hacerlo los vaqueros con el ganado, o algunos sudistas con los negros en los tiempos de la esclavitud. ¿Qué se escribiría sobre esas escenas de gobernar Trump? ¿cuántos informativos nacionales e internacionales abrirían con esas imágenes y sus corresponsales tratando de acercarse a los jinetes que practican ese siniestro rodeo? Apenas hay reacción, muy pocas palabras, unos breves en las noticias intercalados con otras ínfimas presencias internacionales, poquísima relevancia, y un auténtico ejercicio de morderse la lengua por parte de muchísimos. Más allá de esta denunciable hipocresía por parte de tantos, lo relevante es que las tendencias de fondo de la política de EEUU son profundas, y que un cambio de administración no basta para revertirlas, y menos aún para transformarlas en el buenismo europeo de algunos opinadores que paren creer que dictan agendas internacionales.
Las próximas reuniones que tengan lugar entre Bricen y el resto de países europeos, bien en el marco de encuentros de la OTAN o de cualquier otro tipo, ya no estarán marcadas por una sensación de reencuentro con el amigo americano tras el paréntesis Trump, sino por el recelo de una realidad incómoda, la de saber que el concepto de socio se ha devaluado para Biden y los suyos, y que Europa ha dejado de ser una zona de interés para pasar, en todo caso, a ser u lugar en el que conseguir contratos y ventajas de cara a una rivalidad frente a China. Si servimos como peones en la lucha global Washington Beijing de algo valdremos, sino, nada de nada. Así están las cosas, nos gusten o no.
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