Estamos más acostumbrados a las inundaciones, procesos rápidos, bruscos, en los que una ola de agua, barro y lodo se abate sobre propiedades y causa destrozos en un tiempo breve. Lo sucedido este verano en Alemania y en zonas de Castellón, Toledo o Tarragona, o el riesgo de que algo similar pase hoy o mañana en Baleares es lo que se nos viene a la cabeza cuando nos imaginamos algo que arrasa nuestras casas. Es doloroso, cruel, pero al día siguiente el agua ya no está. Quedan sus consecuencias, pero las calles se acaban limpiando, y con esfuerzo, dinero y paciencia muchas cosas se acaban reconstruyendo. Las inundaciones dejan cicatrices en el paisaje, pero lo rompen del todo.
Lo de la lava de un volcán es otra cosa muy distinta, un fenómeno completamente diferente en todas sus dimensiones, y para el que no estamos realmente preparados, no ya en los aspectos técnicos, sino sobre todo en los conceptuales. Vemos las imágenes de La Palma y lo que se ha formado bajando la montaña no es exactamente un río de lava, sino una especie de aglomerado, similar a lo que pasaría si cientos de hormigoneras empezasen a verter su contenido en una calle. Una masa pétrea, no muy viscosa, pero flexible, que avanza despacio, y que como un glaciar, no puede ser detenido de ninguna manera. Llega a las propiedades y las aplasta, carboniza, prensa, quema y destruye con una fiereza metódica y aplastante. La sensación de impotencia que produce es enorme, y se acrecienta por la especie de cámara lenta a la que se desarrolla el proceso. En la inundación muchas veces hay que salir corriendo porque el agua llega de golpe y o tiras de tus piernas y lo dejas todo atrás o estás muerto. Aquí no, los desalojados pueden, como lo hacen los medios de comunicación, acercarse a las propiedades y ver como, a unos cientos de metros, una pared de lava se aproxima. Una masa de varios metros de altura que va sepultándolo todo. Contemplan a su exterminador caminando despacito, a golpe de pedrusco que se desprende del magma y permite que una nueva porción de colada le sustituya, acercarse a sus propiedades. Escuchan el crujido de cada una de las estructuras de lo que fueron sus casas, enseres, arbolados, fincas, en medio del fragor de fondo de la incansable erupción. Esa masa deforme de lava y rocas crea terreno, aplasta lo que existía para sepultarlo bajo varios metros que, cuando se enfríen, se convertirán en sólido suelo pétreo, duro como roca que es, haciendo que lo que existió desaparezca por completo, borrado de la faz de la tierra, que precisamente ve su rostro alterado. La extensión de las lenguas de lava es caprichosa, en función del terreno por el que avanzan, no son excesivamente anchas, pero allí por donde pasan crean un tajo imposible de disimular, en el que su presión y fuego gangrenan el terreno que antaño fue cultivo, pastos, residencial o de servicios, para convertirlo en negrura absoluta, en una especie de asfaltado natural que no tiene alternativa. Cuando la erupción termine, quién sabe cuándo será eso, la imagen de la isla habrá cambiado, imposible decir hoy en qué cuantía y dimensión, pero las zonas arrasadas se encontrarán sepultadas bajo toneladas de roca dura, y muchas de ellas serán completamente irrecuperables. La afección no sólo es superficial, dado que estructuras subterráneas como acuíferos y manantiales también se habrán visto afectadas, por las filtraciones de gases que emanan de la mole que se mueve sobre ellas, por no hablar de bodegas y construcciones subterráneas, al parecer abundantes en la zona, que ahora se encuentran sepultadas a mucha mayor distancia de lo que antaño estaban. El efecto sobre lo que existía es similar a un bombardeo perpetrado por un ejército enemigo, que realizase numerosas pasadas para destruir con saña todo lo que sobre el suelo levantase cabeza. Y aun así la comparativa se queda corta.
A medida que la erupción avanza y nuevas grietas se abren sobre el terreno crece el número de evacuados, que saben que sus vidas ya no serán como las de antaño pero que no tienen manera de conocer cuándo podrán no ya regresar a sus inexistentes hogares, sino simplemente escuchar el silencio que antaño mandaba en la isla en la que vivían y, en muchos casos, nacieron. La evolución del fenómeno tiene mucho de caótico y resulta imprevisible, y lo único que pueden hacer los expertos es medir, ver, tomar datos, usar su experiencia para tratar de atisbar lo que puede ser más probable que suceda, pero nunca mojarse, porque saben que el espectáculo durará lo que la caprichosa naturaleza quiera. Y para los desalojados, ¿qué consuelo les queda? ¿Cómo afrontar una nueva vida desde la nada? Esas grietas que se abren tampoco se sabe cuándo se podrán cerrar.
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