Sobria, formal, seria, la ceremonia de conmemoración del vigésimo aniversario de los atentados del 11S repitió los rituales que ya se han consolidado a lo largo de todos estos años, revestidos esta vez de una mayor solemnidad, presencia de figuras presidenciales casi absoluta y, desde luego, la sensación de amargura de lo sucedido apenas tres semanas antes en Afganistán, donde acabó de una manera lamentable la misión que comenzó hace veinte años con motivo de los sádicos atentados de Bin Laden. En las ceremonias de este año se cruzaban ambos sucesos de manera inevitable, y es imposible que no fuera así, porque el uno se deriva del otro. Quizás fuera en el acto del Pentágono en el que dominase la sensación de fracaso y en el de Nueva York el de duelo, no lo se.
Una constante que ha estado presente en todos los discursos oficiales de estos días, muy escuetos, ha sido la llamada de unidad a la nación para afrontar el recuerdo de lo pasado y los retos futuros, y ya se sabe que si algo se implora es que de ello se carece, si se pide es porque falta. Tras dos décadas, la gran novedad que presenta EEUU en su seno, frente al país que comenzaba el tercer milenio, antes y después del ataque, es la de la desunión en su seno. Pocas naciones tienen tan interiorizado entre sus ciudadanos el de la pertenencia a la misma, el orgullo del patriotismo y la consideración de lo que allí llaman el destino manifiesto, una especie de capacidad para sobreponerse a la adversidad y hacer de la voluntad del país una guía para el resto del mundo. Extender los valores en los que se asienta EEUU es una meta que anida en aquella ciudadanía, y su actuación conjunta es su mayor fortaleza. Sí, siempre han existido allí visiones contrapuestas de cómo organizar su sociedad, luchas ideológicas y partidistas, es imposible que eso no se de una sociedad libre y sana (lo contrario es la unanimidad de las dictaduras) pero esas divisiones no afectaban al núcleo profundo de la esencia del país y al respecto y defensa de sus instituciones. Eso ya no es así. Desde hace varios años, puede que incluso antes del 11S, un movimiento ha ido surgiendo en aquella nación que discrepa profundamente del carácter del país y lo considera extraviado, perdido, alejado de sus esencias. Los años de la guerra contra el terrorismo y, especialmente, la crisis de 2008, abrieron una brecha entre capas sociales, orígenes y creencias, y en 2016 la llegada de Trump al poder, con su histrionismo, formas e ideas fue el reflejo de esa división, que sigue ahondándose. Ahora mismo EEUU se mantiene como el gran país del mundo, la gran potencia en todos los aspectos, pero tiene dos flancos que amenazan su estatus futuro y su posición preminente. Uno, externo, es China, enorme rival que puede llegar a igualarlo en lo económico. China representa un reto formidable, y nadie sabe cómo será la evolución de esa rivalidad, pero no es novedoso en el sentido de que ya antes EEUU ha tenido otros rivales potenciales en su hegemonía global (la Alemania nazi o la URSS, principalmente). El segundo flanco, que es el novedoso, es el de esa división interna que antes señalaba, ese enfrentamiento que ha surgido en el seno del país, y que amenaza con dividir a la sociedad en dos bandos irreconciliables, haciendo que el país se debilite más. Quizás a los españoles esto no nos suena a nuevo, dado que nuestro país es el perfecto ejemplo de una sociedad partida que avanza a trompicones y poniéndose zancadillas sin cesar, lo que en parte es causa de que nuestros problemas no dejen de solucionarse. Por usar un símil desagradable (ya lo aviso) es como si caminásemos con una pierna herida, necrosada (escoja usted si la izquierda o derecha en función del extremismo ideológico que quiera practicar) y eso, claro, te impide correr como lo hacen otros. Lo único positivo de nuestra situación es que nos hemos acostumbrado a este mal, algo anómalo, y convivimos con él.
En EEUU esta situación es nueva, el país no la ha vivido antes y debe aprender a convivir con ese problema, y eso le va a costar esfuerzos, tiempo, recursos y dolores. La polarización, agudizada en tiempos de redes de histeria social, no ayuda en lo más mínimo. El hecho de que Trump no estuviera en las ceremonias oficiales del 11S revela lo que él, y sus muchos seguidores o creyentes, opinan del mundo en el que viven. El hecho de que Bush haya realizado declaraciones en las que admite que su presidencia erró y que la necesidad de unidad y reconciliación es necesaria muestra que parte de la sociedad de aquel país desea reunirse. Si lo lograrán, cuándo y cómo, es algo que aún no hay manera de saber.
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