Estos días tiene lugar en Beijing la reunión de la Asamblea Nacional Popular, una reunión de lo que en China se denomina el parlamento, que poco tiene que ver con lo que aquí entendemos como tal. El encuentro se produce en el mismo gigantesco auditorio en el que se reúne el partido comunista en sus asambleas y, la verdad, es una segunda versión de ese cónclave. Los representantes de la Asamblea no han sido votados por nadie, no hay elecciones ni campaña electoral ni nada por el estilo. Todos son representantes escogidos por el partido en los territorios que conforman la nación y se deben a él y a los objetivos que marque.
Tampoco es un parlamento en el sentido de debate, porque lo que hace es aprobar por aclamación las propuestas que la dirigencia presenta para que sean ratificadas y, de esta manera, se conviertan en ley. Actúa más como un teatro, una representación, que un órgano deliberativo. Allí sería impensable una discusión como la que tuvo lugar ayer en nuestro Congreso. Bueno, lo cierto es que allí sería impensable un gobierno como el nuestro, pese a que en el que dice regirnos también aloje a comunistas. En esa asamblea el equipo de Xi Jinping, lo que significa sus portavoces, han presentado los presupuestos y objetivos para este 2023. Estiman el crecimiento económico a alcanzar en el entorno del 5% y elevan más el presupuesto de defensa, con un aumento del 7,2%, por lo que sigue el proceso de rearme del gigante, que ya se ha convertido en el segundo inversor mundial en defensa por detrás de EEUU. En las alocuciones de esta Asamblea EEUU ha aparecido poco como tal pero mucho de manera indirecta, porque no ha habido intervención en la que no se destaque el crecimiento y liderazgo chino en un mundo multipolar, frente a la visión monopolar de Washington, y el derecho de China a tomar sus decisiones con plena autonomía, frente a la necesidad de supervisión de una consenso global en el que las decisiones de EEUU pesan mucho. Problemas globales como el cambio climático requieren la colaboración de todas las naciones, y no vendía mal que la más contaminante, China, y la segunda, EEUU, se reunieran y actuaran conjuntamente, pero ni lo uno ni lo otro. De Taiwán se ha hablado bastante, también con mensajes de fondo para EEUU, aumentando la intensidad de la retórica empleada y usando no pocas veces la expresión de “líneas rojas” al referirse al ineludible derecho chino a reincorporar a la isla bajo su jurisdicción. La tensión entre ambas potencias en todo el mar del sur de China, y especialmente en torno a Taiwán, es algo que va a más y que corre riesgo cierto de convertirse en un polvorín. Nuevamente, en este caso es más que necesarios que, a pesar de las declaraciones altisonantes desde ambos extremos, se establezca un cauce de comunicación fluido y discreto entre Washington y Beijing para evitar que malentendidos o accidentes de cualquier tipo puedan disparar el problema y convertir la crisis en un enfrentamiento directo. Nadie lo quiere, aunque no pocos lo buscan. EEUU defiende a Taiwán como sede de la más relevante empresa mundial en la producción de semiconductores (TSCM) y como democracia que es frente a la dictadura china. Beijing ve a Taiwán como un territorio propio desgajado como consecuencia de la guerra civil que tuvo lugar en el país, la que llevó al ascenso del partido comunista al poder, y considera que el estado natural de la isla es el de volver a ser territorio nacional. El proceso con el que se están liquidando las libertades en la excolonia de Hong Kong es una muestra de lo que china entiende por “volver a ser nacional” y muchso taiwaneses, educados desde hace años en un sistema de vida asiático pero con libertades y sistema político a la occidental no quieren acabar bajo el yugo de Beijing. Ha quedado claro que la disputa en torno a este enclave seguirá en todo lo alto y que Xi no renuncia a él. No se sabe muy bien cómo aspira a conquistarlo, usando en este caso todas las acepciones que le quedamos dar a esa palabra.
De lo que apenas se ha hablado en esta asamblea es de Ucrania. El modo en el que China obvia el drama que se vive en el país europeo y la complacencia con la que actúa con su socio ruso produce escalofríos. Si poco se ha dicho sobre el tema, menos aún sobre la posibilidad de mandar armas para apoyar a los soldados de Putin. China sigue mirando desde su barrera lo que pasa sobre el terreno, se beneficia de las ventas de petróleo ruso a bajo precio, apoya moralmente a la satrapía de Moscú sabiendo que la evolución de la guerra desgasta al vecino y que puede salir como ganadora de lo que quede de una Rusia exhausta. El cinismo y la paciencia son grandes armas del régimen chino, y las usa con maestría. Nos guste o no.
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