viernes, marzo 24, 2023

París es una bronca

También habría podido titular el artículo de hoy como “arde París” y es que la capital francesa da juego para frases hechas y desvaríos. Resulta un lugar de lo más bucólico y cursi cuando quiere explotar eso de la luz y el amor, pero el ramalazo bronco francés es capaz de transformar el más encantador boulevard en un campo de batalla lleno de incendios, barricadas y enfrentamiento entre fuerzas del orden y manifestantes que protestan por cualquier cosa. La degeneración violenta que sufren las manifestaciones en Francia es algo que llama mucho la atención, sobre todo desde aquí, donde somos acusados de bárbaros atrasados y contadas son las ocasiones en los que los antidisturbios deben intervenir tras una protesta.

Esta vez han sido las pensiones. Macron tenía su reforma como uno de los hitos fundamentales en el programa electoral, pero el caos pandémico retraso el proyecto. La anterior gran revuelta, la de los chalecos amarillos, demostró que hay un caldo de cultivo de ira en la sociedad francesa que puede saltar con cualquier cosa, y este tema es lo suficientemente sensible como para aunar a los que se oponen desde ópticas muy distintas y los que lo ven como la excusa perfecta para atacar a un gobierno que consideran distante y elitista. El problema de las pensiones es algo que afecta a todas las naciones europeas, con una longevidad extrema, natalidad deprimente y envejecimiento acelerado. Súmenle a ello una productividad menguante, en la que la dinámica demográfica también juega para frenarla, y tendrán un cóctel económico bastante tóxico. El que la masa de pensionistas sea cada vez mayor en el conjunto de la sociedad, léase aquí electorado, hace que las decisiones de los gobiernos cada vez se sesguen más hacia sus intereses, creando agravios que, en naciones como la nuestra, son sangrantes, con el sueldo juvenil bastante por debajo de la pensión media. Francia tiene, como nosotros, un sistema de jubilación generoso, siendo aún más injusto en su caso por albergar privilegios heredados de sectores que usaron su poder para otorgarse ventajas respecto a otros (todo el que tiene poder está tentado a ejercerlo en su propio beneficio) y con una edad media de retiro menor a la de otras naciones europeas. La reforma de Macron busca pulir ambos asuntos, extendiendo un régimen general común, recortando así ventajas de profesionales muy concretos, y alargando la edad de jubilación media de los 62 a los 64 años. Dado el sistema político francés, centralista y presidencialista en extremo, Macron no necesita si quiera el aval de las cámaras para llevar a cabo su reforma. Siempre quedaría más legitimada de tenerlo, pero puede optar al decreto, como ha hecho, hurtando al parlamento el debate y votación de la norma. Es lo que tiene tener un presidente elegido por sufragio directo de los ciudadanos y una constitución que, en el fondo, mantiene una nostalgia de los reyes versallescos, aunque Francia fuera la nación revolucionaria que los decapitaba. Las formas y el fondo han servido de aglutinante a protestas y huelgas de todo tipo, legítimas, y a broncas callejeras organizadas por alborotadores profesionales que llevan causando destrozos en París y otras ciudades galas desde hace semanas. Como siempre en estos casos, el argumento de los que protestan debe ser escuchado y estudiado, mientras que los que destrozan cosas carecen de argumento. La tensión que se vive en la política y sociedad francesa es elevada, y Macron confía en que el mero tiempo sirva para hastiar a los manifestantes y los vaya llevando poco a poco a la irrelevancia, pero es verdad que, al poco de empezar su segundo mandato, a poco más de un año de su reelección y con aún cuatro por delante, su presidencia se encuentra en horas bajas, con un rechazo popular elevado y con la sensación de que parte de la sociedad no le respeta.

Francia, en cierto modo, es el reflejo de una Europa sumida en problemas profundos, de largo plazo, más allá de lo que son las miserias políticas diarias que nos lanzan los gobiernos y sus medios. La demografía menguante, economías que no crecen con fuerza, la dependencia del exterior para la seguridad y la energía, los destrozos causados por la guerra de Ucrania… una cierta sensación de agotamiento y miedo existencial al futuro se apodera de parte de nuestras ricas sociedades, que temen dejar de serlo ante la pujanza de otras que vienen pisando con fuerza, con China y, en general, Asia, como rivales aparentemente inalcanzables. El debate que existe en Francia sobre cómo construir nuestro futuro social, y que aquí se elude, es mucho más importante de lo que parece, y por ahora hay más preguntas que respuestas.

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