El trabajo no es la vida, y no vivimos para trabajar, pero trabajar es necesario para obtener ingresos y vivir a cuenta de ellos, es una responsabilidad personal y, en cierta manera, un compromiso social. A veces es cierto que el trabajo realiza, otras es una pesadilla, pero no deja de ser la manera en la que hemos organizado nuestras sociedades. Pasamos muchas horas al día en el trabajo y establecemos en él relaciones personales que tienen una valía sólo por el hecho de que otras personas también están como nosotros. Distintas en casi todo, iguales en sus deseos de mejora, de búsqueda de ingresos, de una vida mejor para ellas y los suyos.
Ayer, en un día un poco especial para mi, un grupo de compañeros de una rama hermana del Ministerio en el que trabajo me hicieron un pequeño agasajo y regalo, que para mi fue tan inesperado como ilusionante. Ellos, junto al resto de miembros de esa rama hermana, ocupan provisionalmente parte de las oficinas en las que nosotros trabajamos habitualmente, a la espera de que les proporcionen unos espacios propios en un edificio cercano. A estos compañeros, en concreto, les han juntado a lo bruto en una sala de reuniones interior, sin ventanas, con una de las cuatro paredes hecha de cristal, pero cubierta en parte con un envoltorio plástico translúcido que tiene su sentido cuando la sala se usa para encuentros de trabajo, pero supone una venda para los ojos si, permanentemente, está ahí dentro. Ayer, sin embargo, estos compañeros consiguieron crear luz de verdad en su angosto hueco, y puede ser beneficiario de ella, lo que me supuso una gran sorpresa e ilusión, y me hizo pensar mucho, a lo largo del día, sobre cómo en cada una de nuestras jornadas, más allá de que hagamos lo que debemos hacer por nuestra responsabilidad profesional, vamos sembrando luces o sombras en nuestros entornos de trabajo. A lo largo de unos cuantos años ya de carrera profesional me he ido encontrando con muchos tipos de compañeros, la mayor parte de ellos han ejercido labores de jefe, porque en este empleo no tengo cargo alguno y debo hacer lo que casi todos me piden que haga y, en general, mis experiencias han sido positivas. Cada uno es como es, con sus particularidades, ventajas e inconvenientes, pero los entornos de oficina como este obligan a compartir labores, deberes, vidas y problemas, y más en espacios diáfanos como los que se llevan ahora en este mundo, donde la intimidad es algo que casi se busca ocultar. No he tenido problemas serios con ningún compañero y a más de uno de los que aquí han estado y permanecen les puedo llamar amigo, y es cierto que al trabajo uno no va a hacer amigos, pero se pueden encontrar aquí perfectamente. Hay personas de valía extraordinaria de las que he aprendido mucho, tanto en lo profesional como en lo personal, también hay algunos otros más cascarrabias, que se salen poco de las vías por las que transitan y uno debe saber hasta dónde puede llegar y cuándo apartarse para no ser arrollado, y así poco a poco se va confeccionando un catálogo de recuerdos de momentos en el trabajo que se quedan mucho más que los hitos laborales que se debieron alcanzar (ya puestos, sí, se logran) y de los números que rodean en todo momento lo que hago en el día a día. Quizás llegue un momento en el que las inteligencias artificiales nos manden a todos a casa y tengamos un serio problema de productividad, ingresos y de sentido social, pero hasta entonces, cada día, somos personas y trabajamos con personas, a ellas nos debemos y con ellas compartimos atardecer, problema, obligación y desempeño, y es de las relaciones con las personas, de sus detalles, de tus errores y arrepentimientos, de lo que uno al final se acaba acordando por encima de todo. El trabajo es un entorno de relaciones que deben ser cuidadas en extremo, y no por el interés de una carrera de ascensos, no, sino por mera deferencia a los que nos rodean. Y cuando, como ayer, uno es objeto de esa atención, no puede sino dar las gracias, reconocerlo, y guardar en un lugar especial de su memoria el recuerdo de lo vivido, un lugar que sea seguro, custodiado como merece por el gran valor de lo que guarda.
Aprovechando que era una tarde distinta, salí un poco antes de la oficina y me di un paseo de camino a otra estación de metro, no la más cercana. Era la de ayer una tarde en la Madrid se vestía de verano, la primera del año de esas en las que esta ciudad te muestra su cara más cálida. Niños por doquier en las aceras al ser jornada escolar, tráfico intenso, negocios atestados, vitalidad de primavera con árboles que ya muestran sus hojas, pero sin alcanzar la plenitud. Una tarde luminosa, sin apenas nubes ni viento, serena y apacible como diseñada a propósito. Una tarde, pensaba, que cerraba un día laboralmente bueno, excelente en lo personal, en el que la luz había conseguido llegar hasta lo más profundo de un gris y burocrático edificio del gobierno.
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