viernes, julio 03, 2020

Brotes y rebrotes


La mal llamada nueva normalidad significa ir de brote en brote, contando casos y focos. Coger un mapa y señalar puntos rojos en él que crecen, que se juntan con otros, que pueden llegar a solaparse. Esa condenada sensación de hormiguero del que salen insectos por doquier y que amenazan con cubrir todo el espacio disponible. Los puntos, si se juntan, se convierten en manchas y corren el riesgo de descontrolarse hasta llegar a ser el siguiente estadio de emergencia, el foco de transmisión. Y si eso surge es cuando volveremos a tener problemas serios, a saber otra vez lo que es que las variables asociadas a los infectados, que también van en graduación, crezcan, y con ellas los escalofríos.

Abrir la vida, la sociedad y la economía sin tener aún tratamiento o vacuna es un riesgo, lo sabemos todos, pero un riesgo que debemos correr si no queremos que la crisis económica, que va a ser inmensa, se nos lleve a todos por delante. Conseguir haber aplanado del todo la curva es la condición necesaria para poder reiniciar un proceso de vida social sostenido, consiguiendo ganar tiempo al tiempo para que los avances de la ciencia permitan dotarnos de herramientas de lucha contra el maldito virus, pero todos sabemos que es un peligro constante el que vivimos, la enorme sensación de fragilidad que da lo que hemos logrado, y el miedo que se respira a que demos un paso atrás. Todos tenemos el otoño en mente como si fuera la antesala de un infierno esperado, en el que la epidemia repunte, y nos da un poco igual la dimensión que pueda tener una segunda ola, porque nos pilla cansados, hastiados, con los sistemas sanitarios necesitados de un amplio descanso, y con las reservas sociales de energía y paciencia muy justitas. No creo que fuera factible replicar un segundo encierro masivo, que a buen seguro se encontraría con mucha mayor resistencia social, y eso debemos tenerlo en mente de cara a cómo planificar una lucha contra ese posible nuevo embate. Por ello, el uso de mascarillas en espacios cerrados y la distancia interpersonal son las mejores herramientas con las que contamos para ganar tiempo, para comprarlo y dárselo a los científicos que buscan salvarnos. Sin embargo, día a día, en medio de un cumplimiento que me parece bastante encomiable de las obligaciones a las que nos ha forzado esta pesadilla, vemos actitudes que no son correctas, por calificarlas de manera suave. Celebraciones, algarabías, reuniones tumultuarias en las que se juega con fuego, que en el verano cuentan con el aliado del sol para disminuir la posibilidad de transmisión, pero que nada impide que puedan convertirse en focos peligrosos que propaguen la enfermedad mucho más allá de lo que es el círculo cercano de quienes realizan esos actos. La irresponsabilidad que muestran es alta, casi tanta como el riesgo al que se someten y al que someten a los demás. Esta enfermedad nos enseña muchas cosas, entre otras que en un mundo de nacionalismos desatados todos los humanos somos iguales, y padecemos idénticas enfermedades allá donde nos encontremos, sea cual sea el color de nuestra piel o el idioma que hablemos. Y otra lección que nos da el virus es que el hecho de vivir en sociedad nos obliga con mayor fuerza a comportarnos de una manera ética y responsable con los demás. Ya lo dice el filósofo Javier Gomá, en tiempos de urbanización mayoritaria y de globalización, el reto no es tanto cómo vivir, sino cómo vivir juntos, con el otro. En el tema del virus mi actitud irresponsable puede ser perjudicial para mi, pero también para los que me rodean, o para otros muy lejanos a los que no tengo manera ni de conocer ni siquiera imaginar. El contagio es un fenómeno algo caótico y con un componente aleatorio muy fuerte, situaciones que parecen propicias pueden deparar pocos casos mientras que otras aparentemente más seguras pueden suponer un número mucho más elevado. No tenemos manera de saberlo a priori, no vemos el virus, no lo portamos en un frasco con el que rociamos a los demás. Debemos ser muy responsables.

¿Cómo introducir este mensaje de responsabilidad en, por ejemplo, personas adolescentes? No lo se. Por defecto, en esa época la percepción del riesgo no está aún completamente desarrollada, y por eso son típicos algunos comportamientos que, amparados en ese falso mantra de “yo controlo” suelen acabar en desgracia. Antes era muy típico que el coche estuviera en medio de la mayoría de los desastres vitales de esa etapa. Ahora no tanto, pero siempre hay sustitutos letales. Concienciar a los chavales que pueden ser focos de transmisión de un virus que les puede afectar a ellos con muy baja incidencia me parece un reto colosal. Y sí, no tengo ideas sobre cómo hacerlo, pero más nos vale ir pensando en alguna. Seguimos comprando tiempo.

No hay comentarios: