La
mal llamada nueva normalidad significa ir de brote en brote, contando casos y
focos. Coger un mapa y señalar puntos rojos en él que crecen, que se juntan con
otros, que pueden llegar a solaparse. Esa condenada sensación de hormiguero del
que salen insectos por doquier y que amenazan con cubrir todo el espacio
disponible. Los puntos, si se juntan, se convierten en manchas y corren el
riesgo de descontrolarse hasta llegar a ser el siguiente estadio de emergencia,
el foco de transmisión. Y si eso surge es cuando volveremos a tener problemas
serios, a saber otra vez lo que es que las variables asociadas a los
infectados, que también van en graduación, crezcan, y con ellas los
escalofríos.
Abrir
la vida, la sociedad y la economía sin tener aún tratamiento o vacuna es un
riesgo, lo sabemos todos, pero un riesgo que debemos correr si no queremos que
la crisis económica, que va a ser inmensa, se nos lleve a todos por delante.
Conseguir haber aplanado del todo la curva es la condición necesaria para poder
reiniciar un proceso de vida social sostenido, consiguiendo ganar tiempo al
tiempo para que los avances de la ciencia permitan dotarnos de herramientas de
lucha contra el maldito virus, pero todos sabemos que es un peligro constante
el que vivimos, la enorme sensación de fragilidad que da lo que hemos logrado,
y el miedo que se respira a que demos un paso atrás. Todos tenemos el otoño en
mente como si fuera la antesala de un infierno esperado, en el que la epidemia
repunte, y nos da un poco igual la dimensión que pueda tener una segunda ola,
porque nos pilla cansados, hastiados, con los sistemas sanitarios necesitados
de un amplio descanso, y con las reservas sociales de energía y paciencia muy
justitas. No creo que fuera factible replicar un segundo encierro masivo, que a
buen seguro se encontraría con mucha mayor resistencia social, y eso debemos
tenerlo en mente de cara a cómo planificar una lucha contra ese posible nuevo embate.
Por ello, el uso de mascarillas en espacios cerrados y la distancia
interpersonal son las mejores herramientas con las que contamos para ganar
tiempo, para comprarlo y dárselo a los científicos que buscan salvarnos. Sin
embargo, día a día, en medio de un cumplimiento que me parece bastante
encomiable de las obligaciones a las que nos ha forzado esta pesadilla, vemos
actitudes que no son correctas, por calificarlas de manera suave.
Celebraciones, algarabías, reuniones tumultuarias en las que se juega con
fuego, que en el verano cuentan con el aliado del sol para disminuir la
posibilidad de transmisión, pero que nada impide que puedan convertirse en
focos peligrosos que propaguen la enfermedad mucho más allá de lo que es el
círculo cercano de quienes realizan esos actos. La irresponsabilidad que
muestran es alta, casi tanta como el riesgo al que se someten y al que someten
a los demás. Esta enfermedad nos enseña muchas cosas, entre otras que en un
mundo de nacionalismos desatados todos los humanos somos iguales, y padecemos
idénticas enfermedades allá donde nos encontremos, sea cual sea el color de
nuestra piel o el idioma que hablemos. Y otra lección que nos da el virus es
que el hecho de vivir en sociedad nos obliga con mayor fuerza a comportarnos de
una manera ética y responsable con los demás. Ya lo dice el filósofo Javier
Gomá, en tiempos de urbanización mayoritaria y de globalización, el reto no es
tanto cómo vivir, sino cómo vivir juntos, con el otro. En el tema del virus mi
actitud irresponsable puede ser perjudicial para mi, pero también para los que
me rodean, o para otros muy lejanos a los que no tengo manera ni de conocer ni
siquiera imaginar. El contagio es un fenómeno algo caótico y con un componente
aleatorio muy fuerte, situaciones que parecen propicias pueden deparar pocos
casos mientras que otras aparentemente más seguras pueden suponer un número
mucho más elevado. No tenemos manera de saberlo a priori, no vemos el virus, no
lo portamos en un frasco con el que rociamos a los demás. Debemos ser muy
responsables.
¿Cómo
introducir este mensaje de responsabilidad en, por ejemplo, personas
adolescentes? No lo se. Por defecto, en esa época la percepción del riesgo no
está aún completamente desarrollada, y por eso son típicos algunos
comportamientos que, amparados en ese falso mantra de “yo controlo” suelen
acabar en desgracia. Antes era muy típico que el coche estuviera en medio de la
mayoría de los desastres vitales de esa etapa. Ahora no tanto, pero siempre hay
sustitutos letales. Concienciar a los chavales que pueden ser focos de
transmisión de un virus que les puede afectar a ellos con muy baja incidencia
me parece un reto colosal. Y sí, no tengo ideas sobre cómo hacerlo, pero más
nos vale ir pensando en alguna. Seguimos comprando tiempo.
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