El
lunes ponía a parir, creo que con bastante razón, a las administraciones de
todo tipo que tenemos en España no ya por su incapacidad, sino por la
negligencia con la que están gestionando el tema de la salud en la pandemia.
Arrolladas por la primera ola, no han sacado conclusión alguna y parecen llegar
al inicio de la segunda con los deberes tan poco hechos como al principio. Eso
sí, los colmillos políticos bastante más afilados y los argumentarios de
campaña muy pulidos para lanzarse a encontrar culpables, que no soluciones,
ante una posible repetición del desastre ya vivido. El “abandonad toda
esperanza” que se leía a la entrada del infierno de Dante es el lema que
preside nuestras administraciones.
Pero
lo reconozco, sería injusto si pusiera sobre el entramado institucional y
político toda la culpa de lo que nos pasa y de lo que nos pueda pasar, entre
otras cosas porque esas estructuras y cargos no han surgido de un asteroide
llegado a la Tierra desde una remota galaxia, no, sino desde nuestro interior,
desde nuestra sociedad, que las ha creado y moldeado, a las instituciones y a
las personas que las ocupan. En general el civismo ha regido el discurrir de la
sociedad española durante los meses del duro confinamiento. Casi todo el mundo
ha respetado de una manera escrupulosa unas restricciones sociales y vitales
inéditas, por su intensidad, extensión y dureza, y s comentaban mucho, pero
eran anecdóticas, las noticias sobre quienes se saltaban las prohibiciones. No
ha sucedido lo mismo tras el proceso de fases y la retirada de la legislación
extraordinaria. Una relajación general se ha extendió por muchas capas de la
sociedad, y una especie de instinto proustiano de recuperar el tiempo perdido
ha hecho que los episodios de desenfreno se sucedan a lo largo de todo el país.
El virus no se ha ido, el virus sigue ahí, el riesgo de contagio sigue siendo
muy alto, pero pese a ello todos los días conocemos sucesos en los que el
comportamiento no tiene en cuenta nada de lo vivido ni la persistente presencia
del virus. Uno entiende que tras meses de encierro el desfogue sea parte
necesaria en muchas personas que se han visto atadas y enjauladas. También es
comprensible que, como pasa en otros temas, es casi imposible que la gente
joven se modere. Su percepción del riesgo, propio y ajeno, es muy distinta la
de los demás, y eso se nota cuando se ponen a hacer deportes de aventura o se
ponen a conducir. Tratar que un veinteañero cumpla los límites de velocidad al
volante siempre ha sido una tarea abocada a la melancolía por parte de padres,
autoescuelas y agentes de tráfico. Pero la situación actual es bastante
peligrosa. El coche lanzado a toda pastilla por la carretera es peligroso,
mucho, pero se ve, y tiene un alcance dado, no destrozará vidas desconocidas
que no estén en su trayectoria. El virus que un joven o cualquiera de nosotros
puede portar se transmite de manera caótica, desordenada, creando cadenas de
contactos y contagios en los que el que las inicia, sea de la manera que sea,
es incapaz de saber hasta dónde podrán llegar. Se juntan, por tanto, la
necesidad de la máxima precaución y la ocultación del mal, escondido en algo
tan ínfimo como un virus, imposible de percibir. Y esa combinación es letal. Episodios
como el de la discoteca de Córdoba que no respetan medida de seguridad alguna,
y otros que se conocen cada día muestran que el grado de irresponsabilidad de parte
de la ciudadanía se está extendiendo, y con él el virus y sus riesgos. Quizás
sea demagógico acusar a estos incívicos de frustrar todo el esfuerzo logrado
por la sociedad en meses de encierro, pero es una acusación que tiene algo de
verdad, que esconde un problema real.
Convencer
a la gente que lo que “mola” es llevar la mascarilla puesta, y no en el codo
cuando se juntan varios grupos es una tarea hercúlea en la que me da la impresión
nadie ha pensado, y que ahora se convierte en un reto inmediato. De poco serviría
que las instituciones, acusadas de todo con razón, actuasen juiciosamente si
luego en el día a día los ciudadanos no lo hiciéramos. Esto es un tema de
corresponsabilidad, y podríamos aprender de nuestros políticos, del nulo uso
que hacen de ese concepto, para darles una lección y ser cada uno de nosotros
un referente, un ejemplo de cómo actuar con prudencia en estos meses de zozobra
pandémica. Si no lo hacemos, nuestras críticas a la autoridad tendrán un
componente de hipocresía nada pequeño.
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