miércoles, julio 15, 2020

Ciudad a medio gas


Si uno viene a trabajar por las mañanas en metro tiene la sensación de estar desde hace tiempo en agosto, con una entrada baja, no vacía, en la que no se ven ya mochileros ni turistas con maletas. Los que viajamos entre semana somos los que residimos en Madrid y nos movemos, sobre todo, por trabajo. Hay movimiento en estaciones y pasillos, en los que está instalada una señalización que indica cómo y por dónde moverse, señalización que pocos respetan y que sería de mayor utilidad en las épocas de aglomeración que en estas de baja demanda. La mascarilla lo domina todo y eso es, quizás, lo más llamativo para el viajero que por ahí se mueve.

La cosa cambia los fines de semana, y no les voy a engañar, lo hace a peor. Se junta el hecho del verano, la salida masiva de los residentes en busca de ocio hacia unos pueblos de la sierra demandados este año como nunca, en estancias cortas que convierten los viernes y domingos las carreteras de acceso y salida a Madrid en grandes atascos. Se une a todo ello la ausencia de turistas, en una ciudad que hasta hace ocho o diez años no abundaba en ellos, aunque existía, pero que de un tiempo a esta parte había experimentado un boom de llegadas que hacía que el centro y alrededores estuvieran permanentemente tomados por grupos de visitantes, nacionales y extranjeros, que ocupaban plazas, terrazas, paseos e instalaciones. Sumen a todo ello un poco de recelo que permanece vivo en parte de la población, que ve el contagio como un riesgo real, como una posibilidad tan sólida como el granito de la acera, un miedo que se encarna en la palabra brote, y se magnifica en la “segunda ola” expresión que convierte al futuro inmediato en una sombra remedo del milenarismo con el que los medievales contemplaban la llegada de los años de tránsito entre siglos. Con todo ello, pasear por el centro de Madrid el fin de semana es una experiencia que tiene algo de extraño, nada de indómito, pero sí un poco de inquietante. Acostumbrados a calles de bullicio continuo, llenas, de codazos no de saludo impropio sino de choque de masas agitadas, uno puede andar el sábado por la tarde por, pongamos, Gran Vía, Callao o Fuencarral sintiendo que está en lo más intenso de un duro agosto, aunque el calendario señale principios de julio. El bullicio comercial late a un gas que he denominado medio, pero que tiene picos y fugas. Las tiendas de ropa, convertidas desde hace años en insoportables imitadoras de las discotecas, se oyen antes de que puedan verse, y desde la calle se aprecia que tienen gente en su interior. Cuando se pudo volver a comprar fueron los establecimientos que más colas suscitaron. Entraba sin problemas a librerías poco llenas y desde ellas veía la cola de la tienda de ropa clónica que se encontraba en sus inmediaciones, que en cierto modo dibujaba una forma de dedo peineta al establecimiento bibliófilo, mostrando otra vez quién es el que hace dinero y quién no en la zona comercial. Las terrazas aparecen bastante llenas, ya sin la locura que supuso los primeros días de apertura, y uno puede acabar encontrando un sitio en el que sentarse, buscando aire libre, a sabiendas de que el riesgo de contagio es mucho menor a la intemperie que en los locales cerrados, pero es justo en el sector del ocio y restauración en el que uno empieza a comprobar las señales de la enorme crisis que se está fraguando. Los carteles de Se Alquila / Se Vende se ven muy a menudo en persianas bajadas que, a veces, se suceden unas a otras. Hay zonas de las calles comerciales en las que se diría que la pandemia ya ha pegado una dentellada al tejido, arrancando de cuajo locales y negocios que llevaban un tiempo allí. Cada uno con sus circunstancias, sus ahorros, sus perspectivas anteriores al desastre, fueran buenas o malas, pero hoy todos igualados por un cierre forzado. Hay cadenas que han abierto algunos de sus establecimientos y cerrado otros, las hay que han restringido horarios y ofrecen persianas cerradas a ciertas horas… el paseo se convierte en un recuento de caídos y supervivientes, en un balance de bajas.

A la hora de volver a casa, pongamos un sábado de julio cuando el sol declina, una hora nada tardía, el inicio de lo que sería la juerga nocturna del verano, vuelvo al metro, y entonces la diferencias sí es llamativa. Antaño, a esa hora, ese día, el metro estaba atestado de chavalería, de gente que iba y venía, camino de cenas, espectáculos, encuentros, actividades mil imposibles de abarcar. Ahora no. Los vagones transitan bastante vacíos, no hay nada de ambiente, el silencio se percibe como algo sólido en unos trenes en los que pocos nos movemos, con nulo aire de fiesta, enmascarillados, convirtiendo la noche del sábado en una febril imagen de enfermedad silente que todo lo ha invadido y trastocado. Cae la noche y Madrid, que nunca dormía, se apaga.

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