viernes, julio 17, 2020

Ritos y despedidas


Creamos ritos que son de utilidad para los que los practicamos, y que a buen seguro no sirven de nada, en función de la fe de cada uno, para aquellos a los que se destinan, estén vivos o muertos. Tras cada atentado terrorista salimos a concentrarnos o hacemos manifestaciones que el terrorista de turno contempla, si lo hace, con una indiferencia tan absoluta como despreciativa. En los funerales lloramos conjuntamente junto a los restos de la persona que se nos ha ido, pero somos nosotros los que buscamos el consuelo para paliar la pérdida, porque quien ya no está nada nos dice. Es humano, somos humanos, y necesitamos estas maneras y formas de expresión para adecuar en nuestro interior lo que ha pasado, para tratar de asimilarlo.

El acto de estado de ayer de homenaje a las víctimas del coronavirus fue una ceremonia sencilla, sobria, desangelada por culpa de la distancia de seguridad exigida, en la que el recuerdo de tantos muertos, tantas pérdidas, pesaba demasiado, y hacía que todo lo que uno pudiera imaginar para honrar su pérdida fuera pequeño. Con casi todas las presencias deseables y las ausencias previsibles, tres fueron las personas que hablaron en el acto. Un hermano de una víctima, en este caso del periodista Jose María Calleja, una enfermera del hospital Vall d´Hebron de Barcelona y el Rey. Cada uno en su discurso intentó destacar la representación que se le otorgaba en el acto, pero es esta una situación en la que las palabras se quedan muy cortas para describir lo que ha sucedido y sus consecuencias. Son tantas las historias de pérdida, sucedidas de una manera especialmente cruel, que desbordan los discursos que se puedan componen en unas horas por parte de expertos en retórica. Muchas de esas víctimas murieron muy solas, apenas acompañadas por personal sanitario o de emergencias, y sus familiares no tuvieron oportunidad alguna de despedirse de ellas. Arrebatados, arrancados de sus entornos por el virus y por las medidas de seguridad que impone, se han generado miles de traumas emocionales en personas vivas que hoy mismo aún no son capaces de construir un proceso de duelo convencional ante el vendaval que ha arrasado sus vidas sin que nada ni nadie pudiera prepararles para ello. En el otro lado, profesionales sanitarios y de otros cuerpos que lo han dado todo en estos meses se han convertido, de manera improvisada, en el último familiar que han tenido víctimas que entraban en hospitales o se mantenían en sus residencias y que iban a encontrar allí la muerte. Las manos de esos sanitarios y profesionales han sido las últimas que han sujetado a las de tantos y tantos que se han ido. Por sus manos, acostumbrados a dar vida y a acompañar, a dar cuidado, a vigilar y proteger, ha pasado la muerte en forma de desolación, de abandono, de equipos protectores que impedían el contacto con los pacientes, y de lejanía total respecto a familias que estaban separadas. Ese personal arrastra sus traumas y ha vivido escenas que nunca llegó a imaginar ni que pudieran darse ni mucho menos que pudieran tocarle vivir. Tampoco han tenido el tiempo ni el momento necesarios para asimilar lo que han vivido, y muchos de ellos necesitarán ayuda para sobrellevarlo. En el acto de ayer las voces que hablaron expresaban, sobre todo, respeto a los que ya no están y a los suyos, pero, también, impotencia ante lo que nos ha pasado. Salían por su garganta palabras que buscaban dar consuelo a los allegados de los ausentes, pero que en cierto modo gritaban socorro. El Rey, en su discurso, trató de dar aliento a los presentes, pero en su mensaje era imposible no encontrar el poso del fracaso de gran parte de la sociedad, de la estructura, de los medios, de una nación que se ha visto superada por la enfermedad.

La forma en la que se celebró ayer el acto, en ese círculo de asistentes en torno a la hoguera que rendía tributo a los caídos, es una manera clásica de expresar la unión, el continuo de todos, juntos ante un reto, pero también es una manera muy conocida de buscar refugio, colocando las fuerzas en círculo de tal manera que el conjunto ofrezca un mismo flanco ante el adversario, sin puntos débiles. El virus rompió nuestro círculo de protección allá por marzo y nos desarboló. Ha generado un trauma social y un reguero de historias, de nombres y apellidos que ahora son recuerdos en la mente de los que los han sobrevivido y pueden hablar de ellos. Ayer, en el patio de la armería, en un lugar castrense, se celebró un acto sentido que habla de derrota, de pérdida. De un enorme dolor para el que apenas hay consuelo.

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