Creamos
ritos que son de utilidad para los que los practicamos, y que a buen seguro no
sirven de nada, en función de la fe de cada uno, para aquellos a los que se
destinan, estén vivos o muertos. Tras cada atentado terrorista salimos a
concentrarnos o hacemos manifestaciones que el terrorista de turno contempla,
si lo hace, con una indiferencia tan absoluta como despreciativa. En los
funerales lloramos conjuntamente junto a los restos de la persona que se nos ha
ido, pero somos nosotros los que buscamos el consuelo para paliar la pérdida,
porque quien ya no está nada nos dice. Es humano, somos humanos, y necesitamos
estas maneras y formas de expresión para adecuar en nuestro interior lo que ha
pasado, para tratar de asimilarlo.
El
acto de estado de ayer de homenaje a las víctimas del coronavirus fue una
ceremonia sencilla, sobria, desangelada por culpa de la distancia de
seguridad exigida, en la que el recuerdo de tantos muertos, tantas pérdidas,
pesaba demasiado, y hacía que todo lo que uno pudiera imaginar para honrar su
pérdida fuera pequeño. Con casi todas las presencias deseables y las ausencias
previsibles, tres fueron las personas que hablaron en el acto. Un hermano de
una víctima, en este caso del periodista Jose María Calleja, una enfermera del
hospital Vall d´Hebron de Barcelona y el Rey. Cada uno en su discurso intentó
destacar la representación que se le otorgaba en el acto, pero es esta una
situación en la que las palabras se quedan muy cortas para describir lo que ha
sucedido y sus consecuencias. Son tantas las historias de pérdida, sucedidas de
una manera especialmente cruel, que desbordan los discursos que se puedan
componen en unas horas por parte de expertos en retórica. Muchas de esas
víctimas murieron muy solas, apenas acompañadas por personal sanitario o de
emergencias, y sus familiares no tuvieron oportunidad alguna de despedirse de
ellas. Arrebatados, arrancados de sus entornos por el virus y por las medidas
de seguridad que impone, se han generado miles de traumas emocionales en
personas vivas que hoy mismo aún no son capaces de construir un proceso de
duelo convencional ante el vendaval que ha arrasado sus vidas sin que nada ni
nadie pudiera prepararles para ello. En el otro lado, profesionales sanitarios
y de otros cuerpos que lo han dado todo en estos meses se han convertido, de
manera improvisada, en el último familiar que han tenido víctimas que entraban
en hospitales o se mantenían en sus residencias y que iban a encontrar allí la
muerte. Las manos de esos sanitarios y profesionales han sido las últimas que
han sujetado a las de tantos y tantos que se han ido. Por sus manos,
acostumbrados a dar vida y a acompañar, a dar cuidado, a vigilar y proteger, ha
pasado la muerte en forma de desolación, de abandono, de equipos protectores
que impedían el contacto con los pacientes, y de lejanía total respecto a familias
que estaban separadas. Ese personal arrastra sus traumas y ha vivido escenas
que nunca llegó a imaginar ni que pudieran darse ni mucho menos que pudieran tocarle
vivir. Tampoco han tenido el tiempo ni el momento necesarios para asimilar lo
que han vivido, y muchos de ellos necesitarán ayuda para sobrellevarlo. En el
acto de ayer las voces que hablaron expresaban, sobre todo, respeto a los que ya
no están y a los suyos, pero, también, impotencia ante lo que nos ha pasado.
Salían por su garganta palabras que buscaban dar consuelo a los allegados de
los ausentes, pero que en cierto modo gritaban socorro. El Rey, en su discurso,
trató de dar aliento a los presentes, pero en su mensaje era imposible no encontrar
el poso del fracaso de gran parte de la sociedad, de la estructura, de los
medios, de una nación que se ha visto superada por la enfermedad.
La
forma en la que se celebró ayer el acto, en ese círculo de asistentes en torno
a la hoguera que rendía tributo a los caídos, es una manera clásica de expresar
la unión, el continuo de todos, juntos ante un reto, pero también es una manera
muy conocida de buscar refugio, colocando las fuerzas en círculo de tal manera
que el conjunto ofrezca un mismo flanco ante el adversario, sin puntos débiles.
El virus rompió nuestro círculo de protección allá por marzo y nos desarboló.
Ha generado un trauma social y un reguero de historias, de nombres y apellidos
que ahora son recuerdos en la mente de los que los han sobrevivido y pueden
hablar de ellos. Ayer, en el patio de la armería, en un lugar castrense, se celebró
un acto sentido que habla de derrota, de pérdida. De un enorme dolor para el
que apenas hay consuelo.
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