Cuando
hace unas semanas se supo que el premio Príncipe de Asturias de las artes de
este año se concedía compartido a John Williams y Ennio Morricone hubo voces
críticas que acusaron al jurado de haber mezclado cosas incompatibles y que la
grandeza de ambos compositores les hacía merecedores, a cada uno por separado,
de ese premio. Alguna voz agorera se elevó en la disputa diciendo que quizás la
decisión del jurado buscaba premiarlos ya “antes de que se muera alguno de
ellos” y ha querido la desgracia que en este fatídico año de 2020 suceda
precisamente eso, y que una voz de mal presagio vuelva a ser la que nos indique
el camino de la realidad.
Morricone
ha fallecido en su Roma querida a los 91 años, edad elevada que no le ha
servido para dejar de trabajar, sino para alargar una carrera de éxito que ya
estaba en la historia del cine antes de que los premios, no muy generosos con
él, empezasen a reconocerlo. Creador de un cine en música de una calidad
extraordinaria, Hollywood fue muy rácano a la hora de reconocer sus méritos, y
lo acabó haciendo casi por la puerta de atrás, como si se tratase de un artista
menor que hubiera colaborado en obras de segundas. Y puede que, vistas en comparación,
los spaghetti western de Sergio Leone sean obras de menor valía que las
clásicas de Ford o Hawks, por poner a creadores del imaginario del oeste
clásico, pero las películas de Leone han conseguido una trascendencia entre el
público similar a las míticas de la época dorada, y gran parte de ese éxito se
debe a su música, en la que Morricone logró crear un ambiente que mezcla
inquietud y mala leche con una maestría insuperable. Muchas veces la banda
sonora se utiliza para rellenar, para cubrir huecos. Posee un papel en los
títulos de crédito y de cierre de la película, pero no va más allá, pero en
este caso estamos ante partituras que desarrollaban una historia propia al
servicio de lo que se narraba en la pantalla. La música es un personaje más, que
no habla, pero se expresa, que no utiliza palabras, pero dice, y que no se
limita a llenar espacios, sino que crea momentos. Morricone era de esos
compositores que conseguía elevar el tono y calidad de las películas en las que
trabajaba de una manera constante, lograba convertir escenas emotivas en
momentos conmovedores en los que es imposible no llorar, creaba tensiones y
dramatismos, acentuaba el carácter de los personajes con pasajes instrumentales
atinados hasta el extremo, haciendo que algunos bustos parlantes de escasa
capacidad expresiva adquirieran una dimensión psicológica fuera de lo común. Gran
utilizador de la orquesta clásica cuando lo veía necesario, Morricone usó todos
los recursos sonoros posibles para crear sus melodías, y le bastó apenas un
silbido, el soplo de aire en una boca que palabra alguna expresa, para combinar
cinco notas que son ya patrimonio emocional de la humanidad y que todos
repetimos cada vez que nos asomamos a un paisaje desértico y creemos ver a unos
bandoleros en el fondo, amenazándonos con su presencia. Frente al sonido Williams,
que es mucho más identificable, Ennio logra crear músicas que son muy distintas
unas a otras, que oídas de seguido no se asocian a un estilo concreto o a un único
compositor, sino que parecen una amalgama surgida de varias mentes. Sólo la
exactitud de lo que representan respecto a la imagen a la que acompañan y la
calidad sonora que todas ellas muestran son los eslabones que les permiten ser
unidas unas con otras. En su carrera, Ennio, como el propio Williams, es
heredero de los maestros de la composición clásica que llegaron a Hollywood huyendo
de una Europa en llamas. Autores como Korngold, Waxman, Herman o tantos otros
llevaron la excelsa calidad de la composición clásica europea al nuevo mundo y
al nuevo arte que allí surgía. Criticados por muchos por crear obras menores,
supeditadas al cine, fueron maestros de compositores que han hecho toda su carrera
a la sombra de directores e intérpretes, pero que han triunfado plenamente. Morricone
creaba arte musical, fuera para acompañar una proyección o no.
Ha
querido la casualidad que, al reabrirse algunos cines con motivo de la vuelta a
la no normalidad tras el confinamiento, fuera Cinema Paradiso la película con
la que varios de ellos han reabierto sus puertas. Es una gran cinta, homenaje
al cine de pueblo, al que está grabado en la infancia de muchos de nosotros
como fuente de imaginación y vidas soñadas en una gran pantalla, pero es una
película que sin la música de Ennio correría el grave riesgo de no ir más allá
de un telefilme sentimental de sobremesa. Sin embargo, cuando los acordes
despegan y la luz de esa sala soñada se apaga, y sólo el proyector ilumina el
espacio, el espectador asiste asombrado a una creación sentimental que le llena
y arrulla. Modesto hasta el extremo, Morricone apenas hablaba, pero su música
lo decía todo. Mil gracias, maestro.
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