Como
el pasado viernes, eran bastantes las personas que ahora mismo iban en el metro
con maletas, con la esperanza y aspecto de salir de vacaciones cuando se acabe
la jornada laboral de hoy. A las puertas del último fin de semana de julio el
ansia de salir de Madrid y cambiar de aires es enorme por parte de los que
trabajan en la ciudad, un fenómeno que se repite con elevada intensidad cada
año, que da lugar a enormes operaciones salidas de tráfico y a atascos de
grandes dimensiones en el proceso de fuga, que se repiten de manera algo más
dispersa a la vuelta, los domingo por la tarde, la hora del retorno de los que,
o se fueron hace tiempo o los que sólo se han podido largar el soñado fin de
semana. Así era antes y quiere ser ahora.
Pero
es evidente que las vacaciones de este año no van a ser tales, o no al menos en
su sentido estricto. Hay movimientos de salida y entrada, pero menores que
otros años, y con la sensación de la urgencia clavada en la mirada de quienes
se van a algún lado. Urgencia que se mide en número de infectados diarios y que
se marca en forma de zonas en las que se reproducen los brotes. Uno ha
previsto, pongamos, ir a veranear a la costa almeriense, y desde entonces no
hace más que consultar cómo se encuentran los positivos por allí, qué pasa en
aquellos pueblos y qué opciones tiene de que, cuando llegue el día previsto
para partir, el viaje pueda hacerse como estaba previsto. Muchos de los
esfuerzos de planificación de las vacaciones de este maldito año consisten en
averiguar cómo pueden ser canceladas si es necesario, como renunciar a ellas al
menor coste posible, o incluso al revés, cómo planificar una estancia mucho más
larga en el caso de que los condenados brotes nos bloqueen en un lugar que
consideramos como de paso, no de estancia definitiva. En el equipaje de muchos
veraneantes este año, junto a toallas, ropas horteras y enseres deportivos, se
van a colar tabletas y portátiles por lo que pueda pasar, porque realmente
nadie sabe lo que puede acabar pasando, aunque el pensamiento de lo peor
siempre está ahí. Y todo esto en aquellos que mantienen su plan de vacaciones,
porque son muchos, legión, los que por motivos económicos o de prudencia
directamente han optado por saltarse las vacaciones este año y dejarse de
viajes. Hay miedo, hay respeto, hay temor, llámelo usted como quiera, pero las
sensaciones no son ni mucho menos las de un verano cualquiera, y no son pocos
los que, para no disfrutar con un viaje que ven lleno de riesgos, prefieren
quedarse en la seguridad de lo conocido. Y son bastantes los que ven su
presente y futuro económico cegado, y consideran directamente que irse de
vacaciones es un lujo que su bolsillo, arrasado por la pandemia, directamente
no puede permitirse. No hablemos de los viajes internacionales, salidas que
todos los años para estas fechas están en pleno auge, y que este no son sino anécdotas
que los que las practican podrán contar a sus cercanos como experiencias más
propias de siglos remotos por la cantidad de trabas y protocolos que se deben
cumplir para ir a alguna parte que por otra cosa. Pienso en julio y se me
asocian muchas cosas a la cabeza, y una de ellas son los viajes de estudiantes para
aprender inglés que invaden Reino Unido, Irlanda y otras naciones de nuestro
entorno, y que este año no van a tener lugar. Algunas familias llevarían
tiempo, quizás años, planificando ese primer viaje del hijo fuera de casa, con
la ilusión de saber lo que aprenderá de idiomas y el temor a cómo sobrevivirá
fuera de casa y con la cocina inglesa. Esos miedos menores han sido sustituidos
por un miedo mayor que lo ha arrasado todo, que se ha llevado por delante
formas de vida, certezas y anclas en torno a las que nos apoyábamos para marcar
el rumbo vital. Ha deshecho planes como una tormenta de verano rompe la calma
de la tarde, y ha convertido el tiempo de vacaciones en una extensión más de la
era de nervios en la que vivimos desde finales de febrero.
Paradójicamente,
la tensión acumulada en estos meses hace que, quizás más que nunca, sean
necesarias unas vacaciones para poder desconectar de la pesadilla vivida, pero
a medida que pasan los días y las cifras de infectados no hacen más que crecer
la sensación es que el verano está siendo carcomido por el virus, y que la
ventana de descanso que encontramos tras el final del estado de alarma se está
cerrando. Los municipios que retroceden de fase ya no son uno o dos, sino que
empiezan a ser muchos puntos rojos en un mapa de alarmas que se enciende, y el
negocio asociado a las vacaciones, que soñaba con un respiro en los meses de
verano, ve como sus ilusiones se apagan en forma de cancelaciones crecientes.
Nada de este verano será como lo fueron todos los pasados.
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