¿Hasta
qué punto la codicia puede manchar un legado? Día a día vemos personajes
púbicos, e incontables habrá en lo privado, que se juegan su prestigio y nombre
por unos fajos de dinero, en eso que llamamos corrupción y que alude a algo muy
íntimo y grabado en el fondo de nuestra personalidad, el afán de poseer, de
aparentar, de figurar, de tener, de ostentar. El dinero todo lo puede, es algo
que asumimos como cierto en todas las facetas de la vida, aunque pandemias como
las actuales nos demuestren que no es así, y por billetes vendemos nuestra
honra y posición sin que nos importe el qué dirán, ya que mucho dicen pero
pocos billetes tienen.
Cuanto
más se sabe de la causa fiscal investigada en Suiza sobre las cuentas y
sociedades del Rey Juan Carlos en peor posición queda su figura y legado,
hasta el punto de que haya sido destruido ya para no pocos, monárquicos o no.
Sociedades interpuestas, testaferros, rubias con pinta de amantes… y dinero,
muchos millones de euros de dinero por todas partes. Las diferentes historias
que giran alrededor de este asunto ofrecen una imagen doble de un Rey que
ejercía su cargo con tino y sin estridencias, sujeto a su papel constitucional,
y una persona que, presuntamente, buscaba vericuetos para tratar de
salvaguardar patrimonio y dinero de la vista del fisco del país al que
representaba. Probablemente con el tiempo se sepan todos los elementos de esta
trama, los comisionistas que la alimentaron y hasta dónde llegaron los hilos
que se urdieron por parte de abogados ansiosos de quedarse con un buen
pellizco, pero el daño reputacional ya está hecho. En un país en el que la
relación personal con la corrupción es muy hipócrita, teniendo en cuenta lo que
se la critica de puertas para afuera y se practica a escondidas, parece que
Juan Carlos I sí representaba a gran parte de esta sociedad, en la que si
escarbamos descubriremos cosas que imaginamos, pero no queremos ver. Más allá
de si hay delito en sus actos, y si la inviolabilidad de la figura regia, emérita
o no, le cubre, la dignidad de su cargo deriva de su función constitucional y
representativa. En España, como en otras monarquías parlamentarias, el Rey
reina, pero no gobierna, no posee un poder efectivo como tal. Su labor es la de
representar a un país, la de ejercer un papel de imagen, de figura en la que se
encarna una visión de la nación, pero no puede dictar ni hacer dictar nada. Su
poder reside en la gestión que haga de su imagen y comportamiento. Juan Carlos
ha hecho enormes méritos para el bienestar de todos nosotros, porque vital fue
su papel en el proceso de la transición que nos llevó desde la oscuridad de la
dictadura a la democracia. Nunca dudó de lo que tenía que hacer en aquellos
momentos, en los que ahora somos completamente incapaces de valorar el riesgo
que se vivió, donde nada estaba escrito. Durante décadas su labor con distintos
gobiernos ha sido elogiada por todos y vivió de una manera discreta y siempre
sujeto a lo que la Constitución reglaba. En los años de su reinado la salud fue
creciendo como tema de importancia a medida que se avejentaba, y los rumores sobre
su vida personal y su labor de comisionista iban creciendo a la par que su
familia empezaba a ser fuente de problemas. Todo lo sucedido en torno a
Urdangarín supuso una primera prueba de fuego para la imagen de la institución
y, ante ella, Juan Carlos actuó como es debido, sin provocar favoritismos para
un personaje que se demostró ser un arribista de libro, y que hoy sigue pasando
los días en una cárcel abulense. Sin embargo, de aquella historia, debió sacar
una lección el rey ahora emérito, y es que en estos tiempos la información circula
a la velocidad digital de la luz, y que no hay manera de tapar una trama si la componen
más de una persona. Ahora vemos cómo se puede acceder al conocimiento de lo que
se acordó de manera discreta en las sombras de Zarzuela.
El
daño que este caso pueda hacer a la figura de la monarquía no es tanto legal
como de imagen, de reputación, y eso es serio, porque esa, la reputación, es su
principal activo. Felipe VI lo sabe, sabe muy bien que este país no es Reino
Unido, donde los desmanes reales no son tenidos en cuenta por su población, aquí
sí se penalizan. Conoce plenamente la solidez constitucional de su figura y la
fragilidad social sobre la que se asienta si las cosas se ponen feas. Aprenderá
en corona propia de los errores de la corona ajena, pero deberá tener mucho
cuidado para que la figura de su padre, en un ocaso sin freno, no le opaque.
Ese será uno de sus principales retos en lo que le queda de vida, y a todos nos
conviene que lo supere con nota. Espero que lo haga.
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