La
lista de lugares en los que los brotes se desmadran crece sin cesar. Tenemos
dos grandes focos infeccioso, el de la comarca de Sagriá en Lleida, que incluye
a la propia capital provincial, donde los infectados detectados se cuentan por
cientos, y un de menor dimensión en la mariña lucense, con poco más de cien
detectado en tres localidades menores, pero con la duda de cúantos no
detectados se esconden aún en ese entorno. Pero cada día surgen nuevos nombres;
Ordizia, Granada, Oriuhuela… localidades en las que brotes nuevos o vinculados
indirectamente a los antes mencionados se abren paso, engordan la cifra de positivos,
lo oscurecen todo.
A
medida que pasan las horas parece un hecho, se quiera negar o no, que en Lleida
hay transmisión comunitaria y que en ese foco la enfermedad se ha hecho tan
fuerte como lo fue en algunos lugares apenas hace tres meses. Las previsiones
hospitalarias se oscurecen y todo parece indicar que estamos ante una nueva
erupción de ingresados y fallecidos. Y no pasará mucho tiempo antes de que esto
se de en otras localidades, algunas quizás de las antes mencionadas, puede que
en otras distintas. El papel de los rastreadores de contactos es útil, pero
está claro que ni hay los suficientes ni, lo peor, pueden ser capaces de seguir
las trazas de un virus que, por su comportamiento, posee transmisores
asintomáticos que son capaces de difundirlo sin tener ni padecer. Todo eso
complica de una manera tan intensa la labor de control de la enfermedad que la
hace prácticamente imposible. ¿Hemos aprendido algo de lo vivido en los meses
duros de marzo y abril? Empiezo a tener mis dudas. Cuando surgieron los
primeros brotes de esta segunda etapa el mensaje insistente de las autoridades
era el de la preocupación, pero sin alerta, estamos mucho mejor preparados que
antes y podemos seguir las trazas. No oí voces diciendo que nada se puede
trazar en serio si algunos de los contagiadores no pueden saber que lo son, y
nada es trazable del todo en una sociedad moderna como la nuestra en la que la
movilidad y la vida social son inherentes a nuestro estilo de vida. Desde el
gobierno de España se ha negado por activa y por pasiva la implantación de una
app para el móvil que sirva para rastrear a los posibles infectados,
herramienta que sólo siendo de uso obligado podría ser útil, pero que otras
naciones sí han puesto en marcha. No evita que nos volvamos a estrellar en el
muro, pero sí compra tiempo, nos da margen para que el muro esté más lejos. La
concienciación social sobre lo pasado en los meses anteriores ha bajado algo y
se ven comportamientos irresponsables en los que el uso de mascarillas resulta
testimonial y poco menos que anecdótico. Ayer se hacía pública una encuesta
señalando que era precisamente Guipúzcoa la provincia en la que menos se
utilizaba esta herramienta, con apenas el cincuenta por ciento de la población
llevándola cómo y dónde es debido. El resultado de todo esto, en parte, se ve
en la proliferación de brotes, que van a seguir a medida que la actividad
diaria se mantiene y haya grupos de población que no respeten lo que deben.
Todos somos responsables de que el virus se frene, y en nuestras manos está que
ese freno sea más o menos intenso, y debemos comportarnos con cuidado, pero es
evidente que en sociedades abiertas como las nuestras esa apelación a la responsabilidad
individual choca contra el muro de la decisión del individuo. En Asia, donde
las sociedades son más gregarias y la persona no es sino un miembro de la
colectividad, esa responsabilidad individual existe porque es la sociedad la
que se encarga de que se cumpla y se castigue su ausencia. Allí los derechos de
las personas son mucho menores y más débiles que los nuestros, no nos podemos
hacer una idea al respecto. Eso les da ventajas a la hora de luchar contra algo
como este condenado virus, pero a cambio les hace vivir en regímenes de un
grado de totalitarismo que puede ser muy directo, como el chino, o mucho más
sibiino, como el japonés o coreano, pero que en todo caso se nos harían
insoportables a nosotros.
La
sensación que me da cuando leo la situación actual de los brotes es la de vivir
en una especie de versión 2.0 de lo que vivimos a finales de febrero, cuando aún
los casos se veían como algo esporádico, manejable, posible de encauzar. Luego
llego el infierno y el fracaso. La línea que separa el exceso de confianza del
desastre es siempre muy fina, y creo que volvemos a transitar sobre ella. Es
difícil que volvamos a ver curvas nacionales como las de marzo abril, pero el
repunte de infectados se convertirá, tarde o temprano, en muertes. Debemos
asumir que sólo una vacunación extensiva de la población nos permitirá acabar
con esta pesadilla, y que los brotes se nos irán de las manos si vivimos de una
manera normal, aunque sea tan rara como eso que ahora se da en llamar como
normal, que para nada lo es.
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